¡!Cualquiera lo diría¡!: aprender a llorar
En aquella época
de mi infancia,
me decía muy
serio mi padre: “Los
niños no lloran…”.
Llorar ante todo
es un ejercicio
sano, y nuestras
lágrimas no deberían avergonzarnos. Tendríamos que
conservarlas en un frasco. Como las
buenas esencias. Y mirarlas de
vez en cuando. “ Mis
lágrimas del fracaso
nº 717…y este
tarrito casi lleno,
las del fracaso
334 ohhh”. Nadie se
liberaría, porque todos
nacemos con el llanto
incorporado, el más
puro que nos
prepara para los
que vendrán después. Alguien solo tendría un
frasco y lo
observaría, orgulloso. Puede
que se entretuviese
contando cada gota. Otros
guardarían una hilera de
frascos, ordenada en los
estantes de cualquier armario. O
un álbum de
frasquitos como el de
fotos. No tendríamos que permitir
que el paso del
tiempo o el contacto
con el aire
las hiciesen desaparecer. No nos gusta
que se evaporen los
sentimientos.

Alguien dijo que
no lloramos porque
estemos tristes, sino
que estamos tristes
o que lloramos. No se
trata de una frase ingeniosa. Seguro que,
si lo pensáramos, todos tenemos
motivos para llorar.
Pueden ser motivos trascendentales, o
pueden ser motivos minúsculos,
casi ridículos, pequeñeces,
que, en un momento
dado, se nos aparecen desproporcionados, hechos
de una medida
irreal ¿Quién no ha sentido
el deseo de llorar, al ver
una película o
leer ciertos párrafos
de un libro? ¿Quién
simplemente, no ha
utilizado una chispa de
la pena provocada
por las páginas
de un libro
o la pantalla del cine para verter
toda la pena propia, la que surge
de las decepciones o del desconcierto?

Dice una famosa
sevillana que algunas veces hemos bailado
en la feria
de Sevilla: “ David. Nació
David para rey,
para llorar Jeremías
y por la gracia
de Dios naciste tú vida mía” Por
lo visto Jeremías
era el llorón,
el llorón de la
vida, el del “libro de
reclamaciones” de esta
vida. Y es que
hay gente que
tiene una gran facilidad para
llorar. Yo no sé
si mi padre,
con aquella voz
grave de “los antiguos” (cuando iban a
decir algo trascendental
para tu equivocación)
me quitó para
siempre las ganas
de llorar. Lo
que no consiguió
mi padre es
que lograra ocultar
todos los manantiales
de “lágrimas interiores” que como el Guadiana
Menor recorren mi
estructura personal en tantas
y tantas emociones, llámese funerales
de niños, de
gente sencilla, en bodas,
en homenajes…en que
no he podido contener las lágrimas interiores. Y
compruebo que mi fisiología funciona
aún, cuando en
algún funeral o
película (a oscuras)
me “sorbo” las lágrimas…(reales, lo
juro por mis “niños”
que diría el
poeta).
Lágrimas necesarias para
nuestro equilibrio emocional.
Lagrimas que son como
las gotas de lluvia cuando caen, lentas, por las
fachadas. Hay personas que
nunca lloran. Se les
seca el agua
en los ojos
y transforman la
mirada en un trozo de cristal. Se les
hace un nudo el dolor
y no pueden salir, pero tampoco
consiguen tragárselas del todo. Hay
personas que querían
llorar pero no
pueden. Yo he sido
uno de ellos durante
muchos años. Esas personas
solo son capaces de detener la vista
en un punto y dejarla muy
quieta. Hay personas
que lloran, aunque darían
media vida por comerse
las lágrimas y disimular
su rastro. Como
mi padre. Decían que
los hombres nunca
lloran, pero, por
suerte, es mentira. Mujeres y
hombres lloramos cuando tenemos la sensación de que algo nos
conmueve, como un terremoto
la fortaleza aparente
de “ese peasso
edificio indestructible que a veces
nos creemos”. Recomiendo hoy “to
emosionao” el capítulo de
Aprender a llorar de Iosu Cabodevilla en
el capítulo 8
del libro editado
por el jesuita
Carlos Alemany titulado
14 APRENDIZAJES VITALES EDITADO POR LA
EDITORIAL DESCLÉE. No
tiene desperdicio.








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