
-¡Tiene toda la
pinta de haber sido él, el que
me ha
robado el hacha! ¡Diría
incluso que tiene
hasta los ojos
de ladrón de hachas…! ¡Y
si me apuras…hasta
el andar de un perfecto
ladrón de hachas! -pensó el leñador.
Pocos días más tarde
el leñador encontró
su hacha debajo de
un banco donde
él la había
dejado desapercibidamente un día a
la vuelta de su agotador
trabajo.
Feliz por haberla
encontrado, se asomó a
la ventana. Justo
en aquel momento pasaba
de nuevo…el hijo de
su vecino.

Y es que
vivimos en medio de
etiquetas y marcas de
todo tipo. Cosidas a
los vaqueros, a
nuestras camisas, pegadas
a los zapatos, e
incluso, yo diría… sobre
nuestra frente. Etiquetamos a
todo el mundo: endosamos etiquetas.
Miramos el mundo
como si fuera un teatro y
a cada uno
le asignamos según
nuestros prejuicios…el papel
de bueno o
de malo, a
uno el de rey, a otro
el de loco, a
aquella el de
chica formal, a la otra,
el de mujer
de la vida,
el papel de traidor,
rufián…etc.
Y para decidir
si uno va
a ser la
víctima o el verdugo,
muchas veces nos
basta con el
color de la
corbata…
Jesús dijo aquello
de “No juzguéis y
no seréis juzgados; porque de la
manera que juzguéis
seréis juzgados y con la
medida con la
que midáis os
medirán a vosotros. ¿Por qué
ves la paja
en el ojo de tu
hermano y no
ves sin embargo
la viga que
tienes frente al
tuyo?” (Mt 7, 1-3).
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