Cinco horas sentado junto a la muerte

El
3 de septiembre
de 1919, el
muchacho Antonio Rodríguez Tejeda, que
acababa de cumplir
los 15 años,
a eso de las doce del
mediodía, se fue bajo el
sol, hacia la
plaza de toros
de Mérida, como venía haciendo desde que
el uso de razón
le alumbró la
mente todas las
tardes de corrida.

El
niño se fue
hacia la plaza
con los ojos brillantes: “Veremos los
toros en los
patios. Ayudaremos al encierro.
Haremos lo que
siempre hacemos”.
Día
grande. El pueblo de Mérida
venteaba la tarde
soberana. Antonio, también. Todavía
no tenía un duro
en el bolsillo para
ir a una barrera. Pero
lo importante era
entrar, aunque fuera
con cinco horas
de anticipación. Y ver llegar
los toros bufando,
aquellos grandes toros
de antes, de las
cabezas tremendas y las ancas
poderosas. Los toros
de los 500 kilos de verdad
en la báscula.

-
Adelante.
-
Los
de la plaza
ya les conocían. A Antonio
y a sus
amigos.
“Eran
los muchachos que
venían a ver el encierro”.

-
¡Arriba, arriba,
que me trinca!
Lo izaban rápido.
El juego terrible
seguía así, hasta que
los toro se
echaban en un
rincón, esperando Dios sabe
qué cosa. Pronto
llegarían los ganaderos,
los hombres de
corto, de los sombreros
altos, antequeranos, y con
las picas guardarían
a cada toro
en su toril,
esperando el momento de las “cinco de la
tarde”.
Aquel 3 de
septiembre hicieron lo
mismo. Los toros
ya habían sido
guardados. El apoderado del torero,
y algún banderillero, dos picadores,
las autoridades competentes
y los garrochistas
se habían ido.
Incluso los compañeros
de Antonio también. Él
no tenía reloj, pero sabía
la hora con
mirar al cielo. El
sol estaba fuerte
y su sombra
le denunciaba. La una de
la tarde.
-
Nos
vamos, Antonio, ahí te
quedas.
-
Hasta
la tarde, que
nos veremos en
lo alto…
-
A
ver qué haces.
-
Ten
cuidado hombre…
Antonio les
despidió con una
sonrisa. Nadie sabía por
qué quiso quedarse
más tarde que
los demás. Machaquito
había estado colosal,
y los toros
luego habían entrado
en los chiqueros
furiosos, con las cabezas
levantadas.
Llevaba una pica larga
en la mano.
Una vara de
tres metros con
un pincho en
la punta. Un
silencio denso se arropaba
sobre la plaza. Quizás
desde lejos llegaba
el rumor de las voces
de los que
se iban. Se podía
sentir bien el desasosiego de los
toros en las
jaulas con los
portalones de madera
roja cerrados ante sí.
El muchacho iba
y venía con
su vara cerrando desde arriba
definitivamente las
trampillas de los
chiqueros. Bastaba con que
hiciera presión sobre
el cerrojo para
que este se
cerrara de una
vez.
Antonio tenía calor. Se
abrió un poco más la
camisa. El verano había sido
largo y tremendo. Caminaba por el
laberinto de piedra gris
con el palo
en la mano.
Y de repente
sintió un vaho
caliente, algo que
le subía de los
pies a
la cabeza. Dio un traspiés. La
tierra cedió bajo
su paso. Sin un grito,
sin hacer nada
por impedirlo, soltó
el palo y
cayó al fondo del
agujero que se había abierto bajo
él. La trampilla mortal
funcionó. La ventanuca
cuadrada por la
que se azuzaba y
median los toros había saltado
su trampilla al
paso del zagal.
Antonio se derrumbó
en una esquina.
Un salto de tres
metros. Cayó sobre una
superficie blanda, humana,
caliente. El estiércol. Inmediatamente después el
agujero se cerró sobre su
cabeza. Le envolvió
la noche. Sintió el bramido del toro
que con él compartía
“su tarde más
larga”. Tenía la boca
seca. Las manos, frías.
Las sines le
perlaban un sudor de
muerte. Delante de sí,
a menos de
un metro, la
fiera, entera, brutal, le
golpeaba con el rabo.
¡Antonio había caído
en el último rincón, de
cara a los
cuartos traseros del
toro bravo, que de pie, potente
y dramático, tenía la
vista fija en
la pequeña rendija
de luz que se filtraba
por la puerta
del chiquero!
El muchacho sintió
primero calor. Luego
un frío de espanto. No se
atrevía a moverse.
No tenía sitio
tampoco. A veces pensaba. ¿En
qué? El toro coceaba, se revolvía,
le pegaba enormes
golpes a la
altura del corazón. Estaba furioso,
su espuma se
mezclaba con su
propio estiércol. Antonio estaba
muerto. Sus manos pálidas.
Las uñas azules. El
corazón le sonaba
como un tambor. De cuando
en cuando, el animal
levantaba grandes paladas de
tierra caliente con sus
pezuñas terribles, echándolas a
la cara del
“hombre de la
muerte”. La fiera
le orina. Es como
un cuchillo caliente
que le empapa. Antonio pudo
mover su mano,
su mano derecha.
La lleva la
boca. Sentía ganas de devolver; tenia deseos
de gritar, pero la
voz se le había quebrado
en el fondo de la
garganta, como un cristal.
Casi ni
respiraba. En ocasiones aguantaba
el suspiro, medio tendía
los ojos…para que
ni la luz
de sus retinas
le descubriera.
Luego el dolor. El
dolor del miedo. El
espanto. Cuando podía pensar, pensaba. Y
el toro delante, sin
volver la cabeza, reculando en
ocasiones, aparentándolo con sus
poderosas patas contra
la pared del
chiquero. Aquella cámara de
tortura no tenía más de
cinco metros cuadrados. El
toro era largo, grande, negro, y allí
abajo en la
angustia compartida, era el
horror monumental, el escalofrío.

-
Alguien que
ha llegado…
Lo dice, lo
piensa, para sí; se
acurruca en lo más
profundo. Se guarda la cabeza
entre las manos. El
toro le cocea. A cada
nuevo ruido -la gente
va llegando despacio a
la plaza- la
fiera se encabrita.

Pero el toro
no lo encuentra.
Lo ha orinado
mucho, lo ha
llenado de su propio
estiércol. No descubre
al niño agazapado,
que espera el
momento final. Lentamente, la
fiera vuelve la
cabeza. Y se
sienta sobre él.
El segundo toro. Esta
vez Antonio ha
escuchado algo más.
Hasta el ruido de
un cerrojo cercano. Quizás sea el
tercero. Llora. Si llora. Tiene
una sed tremenda.
Le palpitan las
sienes ¿O sus pies,
donde están sus
pies? Ni los siente.
El tercero. El bicho
está nervioso. Furioso. Hay un
rayo de luz en
la mente del
niño-hombre del chiquero ¡si
fuera el cuarto…!
Pero el cuarto
tampoco. Esta vez ha
querido volver a
gritar. Quizás hasta puede.
Pero en las
sombras se hace también
un rayo de esperanza. “Aguantaré algo
más, el quinto
puede ser el mío. La
puerta puede ser
esa. Quizá ahora…” Ha vuelto
a rezar.


El quinto toro ¡qué
horror! Ha escuchado los
cerrojos incluso ha
podido oír la
voz de Juanito
Pantalón, el hombre
de los chiqueros:
-¡Este sí que
es un buen
toro…! ¡Y no queda más que
uno…! ¡Vaya tarde de
corrida ¡
El clamor en
la plaza. Quince minutos
son novecientos segundos. El
toro está hecho
un monstruo. Ya
casi no cabe en
el cuadrilátero siente
otra vez los
irrefrenables deseos de
gritar.
Quizá contando uno a
uno…Empieza a hacerlo…
“Uno, dos, tres, cuatro,
cinco…”
No puede articular
una palabra. Ni
una palabra. Ni
por dentro. Ni
pensar seguido.
“Ahora los picadores.”
Mide la faena
segundo a segundo. Su corazón
late ahora más
bajo, más delgadamente, más
suavemente, casi ni
lo siente. Tiene fiebre.
“Banderilleros”
Hay un alarido
en la plaza.
Quizá un torero en el
aire. Puede que
al citr… Pero la
muerte donde está
es allí dentro. Junto
a él. El corazón ya
no suena. La
sangre se le
ha petrificado.
Lejanamente,
vagamente, piensa que un
hombre de oro
está frente a
un toro. Que
la plaza, el
hervor de la
plaza le rodea. Que
está toreando de muleta.
Un silencio afuera.
Un largo silencio. El
torero se perfila. Se
cuadra. El toro está quieto.
Un grito de miles de voces.
El toro
está muerto.
Cinco minutos.
Trescientos segundos todavía. Ahora,
gritar ahora…
Encima, en el
corredor, dos hombres que
hablan:
-
El último ahora…dime
cuando salen las
mulillas…
-
¡Vaya
faena, Pantalones!
-
Pues
ya verás la
de este...
Antonio oye muy débilmente
que los pasos
de arriba se
aceleran. Suenan más. Luego,
el ruido fuerte de
los hierros viejos
del portalón. Ahora el
corazón de Antonio da un
brinco en el
pecho. La puerta
se abre…
Y el toro se
vuelve.
Le descubre allí,
lleno de inmundicia, apenas
un motón de carne
y de basura, en lo
hondo del cubil. Baja la cabeza
el animal. Huele. Sus ojos
están llenos de
sangre. Antonio casi ni
lo ve. Lo
espera todo. El toro
brama, pero… la luz
ha entrado, como un
chorro salvador, por
la puerta del chiquero.
Arriba gritan los
mayorales, pegando con la
pica larga en
los costillares de
la fiera:
Y el animal, con
la muerte sin
estrenar en los
cuernos, sale fuera
hasta el patio
ancho y ve al
fondo la plaza
abierta, y llena
de gente, otro lado del
estrecho callejón de
anchas paredes…
Antonio Rodríguez Tejeda
grita entonces. Lo
intenta. Su voz se
quiebra… pero casi en un
débil quejido llama:
-
¡Salvadme, por
Dios, que estoy aquí…!
-
Juanito Pantalón, que
era el torilero,
le escuchó. Cuando bajó
por él, Antonio estaba
ya como muerto. Se
había desmayado. Afuera en
la plaza, el
toro bebía en
la flor grande del capote del torero.
Cuando lo sacaron de
allí era un
guiñapo. Lleno de espuma
de suciedad, de crin,
amarillo como un muerto,
helado el pecho hirviendo las
sienes . Como un muerto. El
pelo le había
blanqueado. Parecía un
viejo de sesenta inviernos
y era apenas
un niño de quince años.
Le dieron a
beber un buche
de agua carbónica.
Para ver si
estaba vivo. La
devolvió allí mismo.
Había perdido cinco
kilos sudando. El medico
diría: “tiene la sangre
cuajada”. La frase, si no científica, era rotunda. Durante seis
meses Antonio Rodríguez
Tejeda lucho entre
la vida y
la muerte. La parálisis rondó
su lecho. Su enfermedad
fue increíble; el
miedo le paralizó
las cuerdas vocales
y los músculos
de las piernas.
El galopar del
miedo
Publicada en la
serie HISTORIAS PARA
NO DORMIR. Julio de
1967 serie dirigida
por Narciso Ibáñez
Serrador. Y relatada
por el periodista
Tico Medina.
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