Cuando apenas tenía doce
años, mi padre “me obligó” a
aprender mecanografía. Aquello de
los padres de que
sus hijos, se preparasen
lo mejor posible. Y
fui a la Academia
Delgado, que tenía su
sede exactamente delante
del negocio de mi
padre, que despachaba horas
y horas y
casi me veía
enfrente aprendiendo aquellas
técnicas de mecanografía
“al tacto” casi sin mirar.
Cuando ya llevaba unos
meses, y el
director de aquella
academia le dijo que “progresaba adecuadamente” mi padre
me prometió un “excelente regalo”.
Ni que decir que
mi imaginación desbordante
en aquel mes
y medio que
tardó en decidirse, soñó cada
noche distintos y
“brillantes” regalos, tales
como una bicicleta, una mobylette,
una buena equitación
de fútbol, con chándal,
botas y camiseta incluida, etc.
Pero que va…un día apareció
misterioso con un
enorme y misterioso
envoltorio, y ante los
ojos curiosos de
toda mi familia
desnudó aquella Remington de los
años 60 que
le había comprado
de segunda mano a su amigo almacenista
hebreo Sivoni que cerraba
el negocio. Ya no había
excusas, e incluso las
largas tardes de
verano, se oía la
voz de mi padre, tras
el periódico decirme
aquello de:
“No te veo
últimamente coger la máquina
¿es que
no te hace
ilusión, hijo?”
Y quien le decía que
no. Comprendí que no había sido
un “instrumento de
tortura” elegido adrede por mi padre, para evitarse tener que
reponerme y comprarme
nuevos zapatos ante
mi intensidad en
pegar balonazos por
aquellos tiempos y por supuesto
batir records de compras
en zapaterías. Y eso que
eran los viejos y fuertes “zapatos Gorila”. Así
que aprendí a
pasar todos mis apuntes escolares
y notas o
resúmenes mecanográficamente.
Luego supe que aquella
gótica y anticuada
Remington me había ayudado
en momentos claves
de mi vida. Uno de
ellos fue al
hacer el servicio
militar. Entre estar
continuamente de maniobras
militares o instrucción
continua en el Campamento de Viator
o atender aquella convocatoria
que hizo un día el
comandante de que había
unas plazas de
escribientes en el Gobierno
Militar de Almería,
cambiaba mucho “el
tipo de mili”. Cuando me
vi elegido entre
cinco rapidísimos escribientes mecanográficos comprendí
que aquella Remington
había sido mi salvación.
La miré
de reojo con
sonrisa cómplice y
le pasé la
mano quitándole algo
del polvo que se le había ido
acumulando. Aquel destino militar
suponía permisos especiales,
pases per nocta, estar
eximido de guardias
e imaginarias, de instrucción
y maniobras. Había motivos
para estar alegre
en aquella ocasión. Cuando mi
padre se enteró de
aquello, por supuesto
que no pasaba
una tarde que no me
recordara aquello de:
“¿Ves tú? ¡!Si ya te
lo decía
yo…que aprendieras y
no perdieras el
tiempo¡!”
Del Salón en
un ángulo obscuro, de
su sueño tal
vez olvidada, silenciosa y
cubierta de polvo vejase
la Remington…bueno la verdad,
la tiene pero que
muy bien guardada mi
hermana en la
casa de mis padres. Expuesta
en una vitrina. La
veo desafiante, reluciente y elegante
en ese negro metálico, que
apabulla cada vez
que vuelvo a la
“casa paterna”. Lógicamente, no
la uso ya
para escribir -eso sería ya
sadismo- pero alguna vez,
cuando no me
observaba nadie, si he
tenido la tentación,
cual pianista inspirado, de ponerme
a machacar y
tecletear inundando como antiguamente
el salón de
casa, en un
sonido casi “ametralladora” que al
mirar “de reojillo”
a mi padre,
le producía una
sabia y gozosa
satisfacción de ver
los progresos que hacía “su
niño”. Hace unos días
mi vista perdida
se detuvo en
su contorno. Incluso llegué
a sentarme en
un viejo sillón
en el que
solía hacerlo mi
padre. Y casi me
salió una breve
oración silenciosa de
agradecimiento:
Gracias por tu
historia, gracias por
tu servicio, gracias por
enseñarme, gracias, sencillamente
gracias: del salón en el
ángulo oscuro de su
dueño tal vez
olvidada…
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