LOS
MALOS TRAGOS DE
LA VIDA: cinco horas
sentado junto a
la muerte.
Esta historia se la oí contar muchas veces al inefable Tico Medina, en aquellos aÑOS ....
AÑOS que Tico Medina frecuentó en alguna ocasión la Tertulia Indaliana que llevaba el sacerdote almeriense Bartolomé Marín, en los locales del Hotel Indalico, a finales de los años 60:
El
3 de septiembre
de 1919 ,
el muchacho Antonio Rodríguez Tejeda, que
acababa de cumplir
los 15 años,
a eso de las doce del
mediodía, se fue bajo el
sol, hacia la
plaza de toros
de Mérida, como venía haciendo desde que
el uso de razón
le alumbró la
mente todas las
tardes de corrida.
Antonio Rodríguez
trabajaba ya desde
chiquillo. Pero cuando
llegaba el día “
de los hombres
de plata “ la
jornada era bien distinta
para él. Quizá en
el fondo de su
alma se agitaba
la sombra de un torero
en gestación. Pero lo que nunca
pudo imaginarse es que iba a
tener la muerte
tan cerca a lo
largo de la más angustiosa
tarde de su
vida. Su miedo fue
superior al de toda
una generación de toreros
puestos en fila, el uno
junto al otro.
El
niño se fue
hacia la plaza
con los ojos
brillantes: “Veremos los toros
en los patios. Ayudaremos al
encierro. Haremos lo que siempre
hacemos “
Día
grande. El pueblo de Mérida
venteaba la tarde soberana.
Antonio, también. Todavía no tenía un
duro en el bolsillo
para ir a una barrera.
Pero lo importante
era entrar, aunque
fuera con cinco
horas de anticipación.
Y ver llegar
los toros bufando ,
aquellos grandes toros
de antes, de las
cabezas tremendas y
las ancas poderosas.
Los toros de los 500
kilos de verdad en
la bascula.
Antonio se
encontró con los
amigos. Los de siempre. Aquellos de
pantalón largo, algunos
con novia y
todo, que acompañaban en “la
faena”. Se saludaron. Traían puestas
las ropas de
lujo. Era natura. Día de
toros
-
Adelante.
-
Los
de la plaza
ya les conocían. A Antonio
y a sus
amigos. “Eran los muchachos
que venían a ver el
encierro “.
Con ellos iba
Machaquito, que así
le llamaban. Nada tenía que
ver c con el torero
del mismo nombre.
Pero si presumía
de su patronímico. Desde luego,
valor no le
faltaba. Con aquel hacían
lo de siempre. Cuando se
retiraban los encargados
del encierro los
del grupo, los muchachos, ataban a
Machaquito con una cuerda
a la cintura
y le descolgaban
hasta el patio
donde se arremolinaban
los seis toros
de la tarde. El
chico se dejaba caer. Arriba
le sostenían como
una pieza de
carne entre todos.
Pesaba sus buenos
50 kilos. Machaquito, con
los ojos muy
brillantes, se ponía a
gritar, a molestar,
a pinchar a
los toros. Llegaba
incluso a dejarse caer
casi a la
altura de sus
cuernos….Y cuando alguno de
los animales levantaba
la mirada y
buscaba con el
testuz, arrancado, al hombrecillo que
colgaba de la
tapia, Machaquito daba un
alarido;
-
¡Arriba, arriba,
que me trinca ¡
Lo izaban rápido.
El juego terrible
seguía así, hasta
que los toro
se echaban en
un rincón, esperando Dios sabe
qué cosa. Pronto
llegarían los ganaderos,
los hombres de
corto, de los sombreros
altos, antequeranos, y c con
las picas guardarían
a cada toro
en su toril,
esperando el momento de las “ cinco de la
tarde “
Aquel 3 de
septiembre hicieron lo
mismo. Los toros
ya habían sido
guardados. El apoderado del torero,
y algún banderillero, dos picadores,
las autoridades competentes
y los garrochistas
se habían ido.
Incluso los compañeros
de Antonio también. El no tenia
reloj, pero sabia la
hora con mirar
al cielo. El sol
estaba fuerte y
su sombra le
denunciaba. La una
de la tarde.
-
Nos
vamos, Antonio, ahí te
quedas.
-
Hasta
la tarde, que
nos veremos en
lo alto…
-
A
ver qué haces.
-
Ten
cuidado hombre…
Antonio les
despidió con una
sonrisa. Nadie sabía
por qué quiso
quedarse más tarde
que los demás.
Machaquito había estado
colosal, y los
toros luego habían
entrado en los
chiqueros furiosos, con las
cabezas levantadas.
Llevaba una pica
larga en la
mano. Una vara
de tres metros
con un pincho
en la punta.
Un silencio denso se
arropaba sobre la
plaza. Quizás desde lejos
llegaba el rumor de las
voces de los
que se iban. Se
podía sentir bien
el desasosiego de los toros
en las jaulas
con los portalones
de madera roja
cerrados ante sí.
El muchacho iba
y venía con
su vara cerrando desde arriba
definitivamente las trampillas de
los chiqueros. Bastaba con
que hiciera presión
sobre el cerrojo
para que este
se cerrara de
una vez.
Antonio tenía calor. Se
abrió un poco más la
camisa. El verano había sido
largo y tremendo. Caminaba por
el laberinto de piedra
gris con el
palo en la
mano.
Y de repente
sintió un vaho
caliente, algo que
le subía de
los pies a
la cabeza. Dio un traspié.
La tierra cedió
bajo su paso. Sin
un grito, sin hacer
nada por impedirlo,
soltó el palo
y cayó al fondo
del agujero que
se había abierto b ajo
él. La trampilla mortal
funcionó. La ventanuca
cuadrada por la
que se azuzaba y
median los toros había saltado
su trampilla al
paso del zagal.
Antonio se derrumbó
en una esquina.
Un salto de tres metros.
Cayó sobre una superficie blanda, humana, caliente. El estiércol.
Inmediatamente después el agujero se c erró sobre
su cabeza. Le
envolvió la noche. Sintió
el bramido del toro que
con él compartía
“ su tarde más larga “ . Tenía la
boca seca. Las manos,
frías. Las sienes
le perlaban un
sudor de muerte. Delante de
si, a menos
de un metro,
la fiera, entera, brutal, le
golpeaba con el rabo. ¡Antonio había caído
en el último rincón , de
cara a los cuartos traseros
del toro bravo, que de pie,
potente y dramático, tenía la
vista fija en
la pequeña rendija
de luz que se filtraba
por la puerta
del chiquero ¡
El muchacho sintió
primero calor. Luego
un frio de espanto. No se
atrevía a moverse.
No tenia sitio
tampoco. A veces pensaba. ¿En
qué? El toro coceaba, se revolvía ,
le pegaba enormes
golpes a la
altura del corazón. Estaba furioso,
su espuma se mezclaba
con su propio
estiércol. Antonio estaba muerto. Sus
manos pálidas. Las
uñas azules. El corazón
le sonaba como un
tambor. De cuando en cuando,
el animal levantaba
grandes paladas de tierra
caliente con sus pezuñas
terribles, echándolas a la
cara del “hombre
de la muerte “ .
la fiera le
orina. Es como un
cuchillo caliente que
le empapa. Antonio pudo
mover su mano,
su mano derecha.
La lleva a
la boca. Sentía ganas de
devolver; tenia deseos de gritar,
pero la voz
se le había
quebrado en e l fondo de
la garganta, como un cristal. Casi ni
respiraba. En ocasiones aguantaba
el suspiro, medio tendía
los ojos… para que
ni la luz
de sus retinas
le descubriera.
Luego el dolor. El
dolor del miedo. El
espanto. Cuando podía pensar,
pensaba. Y el
toro delante, sin volver
la cabeza, reculando
en ocasiones, aprentandolo con sus
poderosas patas contra
la pared del
chiquero. Aquella cámara de tortura no tenía más
de cinco metros
cuadrados. El toro era
largo, grande, negro, y allí abajo
en la angustia
compartida, era el horror
monumental, el escalofrio.
Luego, contando segundo a
segundo, de su larga
tarde de pánico, Antonio Rodríguez Tejeda
empezó a escuchar un ruido. Era
un sonar lejano.
Una puerta grande
que se abre. El primer
latido. Los cerrojos. Alguien que abría las
puertas de la
plaza. El toro se levanta
también, echado como
está. Se revuelve. Da
grandes cornadas a
la madera de la
puerta. Antonio sabe que
está dentro del
vientre de la
muerte. Su espiración es
de cristal. sus brazos
están helados. Un
sudor frio le cae
gota a gota
por la espina
dorsal.
-
Alguien que
ha llegado…
Lo dice, lo
piensa, para sí; se
acurruca en lo más
profundo. Se guarda la cabeza
entre las manos. El
toro le cocea. A cada
nuevo ruido- la
gente va llegando
despacio a la plaza-
la fiera se
encabrita.
Hay un largo
minuto. Una sombra
pasa por arriba. Han
sonado- tac, tac, tac.-
unos pasos; pies
con botas de ganadero encima de su
cabeza. El toro levanta
la testuz. El rayo de
sol que se
cuela por el
chiquero se quiebra en
su cuerna poderosa,
sin estrenar. Brama. Antonio quiere
gritar. Avisar que está
allí. Mueve todos
los músculos de su
garganta. Pero no
puede. Esta mudo. Mudo de
dolor, de pánico, de
miedo. Es como un
cadáver al que solo le
funciona el corazón. Al
escuchar los pasos
en las galerías de
arriba, el toro se mueve. Se vuelve
un instante. Ve en
el fondo del cubículo en el que
se encuentra que d os
luces brillan muy
juntas. Abre las ventanas de
su nariz. Agacha la
cabeza. Mira muy
fijo. Antonio intenta cerrar
los ojos. Tampoco puede. El
toro le huele
despacio. Es un minuto
nada más. Casi un
minuto. Escucha hasta el
latido de su propio corazón.
Antonio por fin
puede cerrar los
ojos. No quiere
ni ver. Reza. Todo ha terminado, lo
piensa un segundo. Sus
pies tan como
el corcho. No
le es posible,
aunque quisiera moverse. Ni dar
un salto, ni
mover un musculo. ..
Pero el toro
no lo encuentra.
Lo ha orinado
mucho, lo ha
llenado de su propio
estiércol. No descubre
al niño agazapado,
que espera el
momento final. Lentamente, la
fiera vuelve la
cabeza. Y se
sienta sobre él.
La angustia le
sofoca. El olor amarillo,
hirviente del toro, le
marea. Pero ni
eso puede. Antonio Rodríguez vive
cada segundo de
cada minuto, de cada
hora. Son las cuatro de
la tarde en algún
reloj. La plaza
se ha ido
llenando poco a poco.
Por un segundo,
nada más que
un segundo, e l muchacho
piensa que quizás
sea aquel el toro
primero de la tarde. Respira algo más.
Escucha el clarín. Esta
cerca, pero e l redoble del
corazón le golpea
con fuerza en
los oídos. Y
luego el primer gran rumor. Cuando sale
toro los tendidos
aplauden o gritan.
Ya ha salido e l
primero. Antonio lo piensa. El
animal se mueve e
incomodo, se levanta, se
tiende, se precipita hacia
el portalón con la
cabeza baja. Los
golpes secos de los
cuernos llena de
ecos la espina
dorsal del protagonista de
esta increíble aventura.
El segundo toro. Esta
vez Antonio ha
escuchado algo más.
Hasta el ruido de
un cerrojo cercano. Quizás sea el
tercero. Llora. Si llora. Tiene
una sed tremenda.
Le palpitan las
sienes ¿U sus pies,
donde están sus
pies ¿ Ni los siente.
El tercero. El bicho
está nervioso. Furioso. Hay un
rayo de luz en
la mente del
niño- hombre del
chiquero “ ¡ si fuera el cuarto
¡ …!
Pero el cuarto
tampoco. Esta vez ha
querido volver a
gritar. Quizás hasta puede.
Pero en las
sombras se hace también
un rayo de esperanza. .”Aguantaré algo
mas, el quinto
puede ser el mío. La
puerta puede ser esa.
Quizá ahora…” Ha vuelto a rezar. Siente
el aplauso en
la plaza cercana, el
¡olé! De la
faena, hasta intuye
lo que está
ocurriendo. Medita: “¿Me habrán
buscado en casa ?...¿No
imaginaran dónde estoy? “ Sabe
que una hora
tiene sesenta minutos
y que un
minuto tiene sesenta
segundos. Pero no
es este el caso. Ahora, mucho más.
Todo es
interminable. Muy lento. Como
una agonía. Le
falta el aire ¡Tiene
ganas de torear ¡ Se
aprieta los labios
contra las dos
manos. Se congestiona. Pero
toda pasa. …
Un nuevo y
cerrado aplauso. O
mejor, una ovación. Antonio piensa
que un toro en la plaza
dura, lo mas
quince minutos. Suda. Blanco y
negro. El hielo y la fiebre. Esta
empapado. Sangre en la
nariz.”!¿Es mía?! “
El quinto toro ¡ qué
horror ¡ >Ha escuchado los
cerrojos incluso ha
podido oír la
voz de Juanito
Pantalón, el hombre
de los chiqueros:
-¡Este sí que
es un buen
toro…! ¡Y no queda más que uno…!
¡Vaya tarde de
corrida ¡
El clamor en
la plaza. Quince minutos
son novecientos segundos. El
toro está hecho
un monstruo. Ya
casi no cabe en
el cuadrilátero siente
otra vez los
irrefrenables deseos de
gritar. Quizá contando uno a
uno… Empieza a hacerlo…
< Uno, dos, tres, cuatro,
cinco….>
No puede articular
una palabra. Ni
una palabra. Ni
por dentro. Ni
pensar seguido.
<Ahora los picadores >
Mide la faena
segundo a segundo. Su corazón
late ahora más
bajo, mas delgadamente, mas
suavemente, casi ni lo siente. Tiene fiebre.
<Banderilleros >
Hay un alarido
en la plaza.
Quizá un torero en el
aire. Puede que
al citar… Pero la
muerte donde está
es allí dentro. Junto
a él. El corazón ya
no suena. La
sangre se le
ha petrificado.
<La hora de matar…
>
Lejanamente,
vagamente, piensa que un
hombre de oro
está frente a
un toro. Que
la plaza , el hervor
de la plaza
le rodea. Que está toreando de
muleta. Un silencio
afuera.
Un largo silencio. El
torero se perfila. Se
cuadra. El toro está quieto.
Un grito de miles de voces.
El toro
está muerto.
Cinco minutos.
Trescientos segundos todavía. Ahora,
gritar ahora…
Encima, en el
corredor, dos hombres que
hablan:
-
El último ahora…dime
cuando salen las
mulillas…
-
¡Vaya
faena, Pantalones!
-
Pues
ya verás la
de este….
Antonio oye muy débilmente
que los pasos
de arriba se
aceleran. Suenan más. Luego,
el ruido fuerte de
los hierros viejos
del portalón. Ahora el
corazón de Antonio da un
brinco en el
pecho. La puerta
se abre…
Y el toro se
vuelve.
Le descubre allí,
lleno de inmundicia, apenas
un motón de carne
y de basura, en lo
hondo del cubil. Baja la cabeza
el animal. Huele. Sus ojos
están llenos de
sangre. Antonio casi
ni lo ve.
Lo espera todo. El
toro brama, pero… La
luz ha entrado, como
un chorro salvador,
por la puerta
del chiquero. Arriba
gritan los mayorales,
pegando con la pica
larga en los
costillares de la
fiera:
-
¡Eh
toro! ¡Vamos, toro!...! Fuera
toro ¡ …
Y el animal, c con
la muerte sin
estrenar en los
cuernos, sale fuera
hasta el patio ancho
y ve
al fondo la
plaza abierta, y
llena de gente, otro
lado del estrecho callejón
de anchas paredes….
Antonio Rodríguez Tejeda
grita entonces. Lo
intenta. Su voz se
quiebra… pero casi en un
débil quejido llama:
-
¡Salvadme, por Dios,
que estoy aquí ¡…
Juanito Pantalón, que
era el torilero,
le escuchó. Cuando bajó
por él, Antonio estaba
ya como muerto. Se
había desmayado. Afuera en
la plaza, el
toro bebía en
la flor grande del capote del torero.
Cuando lo sacaron de
allí era un
guiñapo. Lleno de espuma
de suciedad, de crin,
amarillo como un muerto,
helado el pecho hirviendo las
sienes . Como un muerto. El
pelo le había blanqueado. parecía
un viejo de sesenta
inviernos y era
apenas un niño de quince años.
Le dieron a
beber un buche
de agua carbónica.
Para ver si
estaba vivo. La
devolvió allí mismo.
Había perdido cinco
kilos sudando. El médico
diría : “tiene la sangre
cuajada “ La frase, si n
científica, era rotunda. Durante seis
meses Antonio Rodríguez
Tejeda lucho entre
la vida y
la muerte. La parálisis rondo
su lecho. Su enfermedad
fue increíble; el
miedo le paralizó
las cuerdas vocales
y los músculos
de las piernas.
Antonio Rodríguez Tejeda
hoy tiene más de
sesenta años. Y
ha encontrado su venganza: es carnicero, en
Mérida. Vive bien. Apuntilla toros
y vacas en
el matadero. Y en
ocasiones cuenta su
historia a la
gente que quiere
escucharla. Como a mí. Como a
ustedes la cuento
yo. Una historia
increíble y cierta.
Una historia real.
Un reportaje al
miedo y a la
muerte. Todavía al pasar
por los chiqueros,
el hombre de hoy
siente un escalofrio
en su espina
dorsal…
El galopar del
miedo
Publicada en la
serie HISTORIAS PARA
NO DORMIR. Julio de
1967 serie dirigida
por Narciso Ibañez Serrador y
relatada por
el periodista Tico
Medina.