
La distancia real era de apenas 60 kilómetros entre las dos poblaciones pero ir de aquel Tetuán de finales de los años 50 y hasta mediados casi los 60 era casi como un viaje transoceánico, dado los distintos modus vivendi que existían entre las dos poblaciones. Tenía algunos familiares de mi madre en Tánger e íbamos de vez en cuando, quizás con algún pretexto que encerraba el venir con compras de artículos como los vaqueros yanquis Wrangler tan deseados (que tanto envidiaban mis amigos de la infancia en la península) y mercancías de los Almacenes “Monoprix” que aún no existían en los comercios de Tetuán. Especialmente en reyes veníamos felices con nuestros maravillosos regalos “made in USA”, como wiew máster, cámaras tomavistas, maquinitas de cine, prismáticos, etc, etc. Tánger, para los tetuaníes era como otro mundo, otra cultura más internacional, era como avanzar casi 50 años de pronto en la historia. Como dice R. Buenaventura: “Hay que tener en cuenta que el Tánger Internacional era una isla pequeña cuyos límites solo podían franquearse con el pasaporte en la mano. Al norte, el Estrecho; al este, la carretera a Tetuán y Ceuta, que no daba para muchas alegrías, porque el final de Tánger estaba nada más pasar la plaza de toros; al sur, el camino hacia Arcila, Larache y Alcazarquivir, que se nos terminaba con solo franquear Bibán (es decir “las puertas” porque “Biban” es el plural de “Bab”, puerta en árabe) para topar con los aduaneros de la zona española en Aqba Alhambra o Cuesta Colorada”.



Tras pasar el Fondak se enfilaba territorio llano y se llegaba a la mitad de camino, al kilómetro 30. A la izquierda se dejaba una bifurcación por donde tomaban los vehículos cuyo destino era Larache, Alcazarquivir o el Marruecos francés. Nosotros seguíamos recto y a unos 20 kilómetros llegábamos a la frontera con la Zona Internacional de Tánger, al puesto de policía y aduana españolas del Borch. Allí se paraba un buen rato. En primer lugar un policía recogía los pasaportes de todos los viajeros y luego estos tenían que pasar sus maletas por el recinto aduanero. Caso de que el contenido de las mismas fuese “no prohibido”, el carabinero trazaba con tiza un extraño signo en las cubiertas de los equipajes que permitía continuar. Una vez en el autobús el mismo policía traía los pasaportes ya visados y nombrando a las personas los entregaba. Se reanudaba la marcha y a unos 500 metros, vuelta a parar. Era el puesto francés, donde solamente recogían los pasaportes que volvían a visar de nuevo y entregar a sus propietarios. Concluidas estas formalidades, ya solo restaba nueve kilómetros para Tánger. El trayecto se hacía en 15 o 20 minutos y a dos kilómetros de la llegada se dejaba a la derecha la plaza de toros de Tánger, que fue inaugurada con un cartel de postín: Agustín parra “Parrita”, José María Maertorel y Manuel Calero “Calerito”. Se arribaba a la ciudad por la avenida España, y a la diestra quedaba la playa. Una de las más hermosas que he conocido. Terminado el viaje, tomaba un taxi hasta mi casa -calle México, 39- y una vez allí como buen “tanyagui” me sentía el ser más feliz del mundo”.
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