DESCRIBIENDO UNA
BODA MARROQUI
Era la
primera vez que
yo veía la
puerta de una
casa marroquí permanecer
entornada y sin
vigilancia durante tanto tiempo.
Pero aquella noche
los sirvientes se
hallaban demasiado
ocupados para montar
su acostumbrada guardia
y la gran
puerta se nos
franqueó abriéndose hospitalariamente. Éramos gente
conocida. Y un pariente
de la familia
con sonrisa estereotipada
y gesto cordial se adelantó
a saludarnos y
a invitarnos hacia
una estrecha escalera
de peldaños Invitados
vestidos con flamantes
tr4ajes de estilo andalusí, invitados sentados
en pilas de
almohadones, fumando con delicia su
pipa de alucinante
Kif .
De pronto
el sonido de
las flautas anuncia do
la llegada de la novia
movió a todos
los invitados, desfilando por
los distintos salones
y jardines de
la casa, subiendo
y bajando de
un piso a
otro, durante todo
el transcurso de la
velada. Arcos y cortinas,
cortinas descorridas todas
menos la del
harén, mujeres tocadas con
mantos de flecos
y adornadas con sus alhajas . Desde la galería
de
ventanas del piso
superior se podía observar
a los invitados
que iban llegando
y a las
dos bandas de música
en
el patio.
Estas
bandas tocaban, alternativamente piezas
delicadas de música
arábigo andalusíes para el
deleite de todos
los invitados. Hacia el
final de la fiesta
se oyó por
primera vez un
solo instrumental. Era la
rhaita, una especie de
oboe que suena
como una gaita: Si,
una gaita que parecía
que
llorase con oriental
sensualidad. El anciano que
la tocaba se
emocionaba tocándola y
a medida que crecía su emoción, se
inclinaba bruscamente hacia
adelante y hacia atrás
siguiendo el
curioso y sincopado
ritmo de la música andalusí.
Sentados estábamos en
divanes marroquíes en un salón,
bebiendo un té de
menta dulce y
comiendo unos pastelillos
de almendra especiales
para la boda. Se
permitía llevarse a
tu casa un
dulce. Traía suerte. Cada
vez que llenaban
nuestros vasos de
té de una
de las muchas
teteras de plata
sacadas a relucir
para tan solemne
ocasión, los descalzos
sirvientes dejaban caer
en nuestros regazos
unos alargados pomos de
plata, con los
que nos rociaban de
esencia de rosas. Estos
pomos , labrados,
son parte importante del equipo de objetos
de plata de
una casa marroquí,
ya que una
de las costumbres tradicionales de
la cortesía marroquí c consiste en
ofrecer perfume a los
invitados.
Desde el
exterior de la
casa llegó un
agudo sonido: ti-ri-am, ti-ri-am,
como el de unas
castañuelas metálicas, Son
los Gnaua. Y el
novio bajó a recibirlos.
Los Gnaua, o
Bailarines del Diablo, habían llegado
a la casa
y estaban entrando
en el patio. Todos
se olvidaron de los
novios. Los Gnaua de Tetuán
ya no son
negros puros. Se mezclaron
con los marroquíes del
norte en muchas generaciones. Sin embargo de
su sangre hierve
un ritmo desafiante. Eran siete
hombres y un
niño. Solo el jefe
de los Gnaua y
el tamborilero llevaban
un fez rojo para distinguirlos de
los demás mientras
los gnaua se
entregaban frenéticamente a
una danza interminable.
Ti-ri-am, ti-ri-am repiqueteaban
los qarqabú, instrumentos
parecidos a largas
cucharas dobles de
hierro y que
los músicos elevaban
por encima de
sus cabezas, como
halterios mientras hacían piruetas
y giraban sobre
sus talones y
saltaban hacia el centro del
circulo enloquecidos. El tamborilero
hacía sonar el gran tambor con
palillos curvos que
estaba cubierto de símbolos
mágicos , del color azul de
un tatuaje: la estrella de Salomón, la mano
de Fátima y
caracteres árabes.
Una vez que
los Gnaua hubieron “ahuyentado “ de
la casa, los
malos espíritus fueron obsequiados
con una fuente
de alcuzcuz. Con un
sonido enloquecedor. Se colocaron
disciplinadamente ante el automóvil
del novio, para evitar
que los espíritus
envidiosos se le
metieran en el
coche durante el
trayecto a la
casa de la
novia para recogerla. La
casa de la
novia s e encontraba e n uno de
esos recogidos callejones
sin salida que
dan a Tetuán un
pronunciado aspecto teatral,
sobre todo de noche. Al
otro lado de la
puerta un grupo de sirvientas
con pañuelos multicolores
enrollados en la
cabeza y los ojos muy
pintados con Kohl, se movían nerviosamente
dispuestas a impedir
la entrada a cualquier
desconocido
.La novia estaba
sentada y adornada
con flores, revestida con
joyas, . Venia ahora
la prueba del pañuelo que
determinará su virginidad. Un
pariente amable levantó
el pesado brocado
que escondía su
semblante lloroso. La
novia no debía de
tener más de 16
años, pequeña y
bonita , de tez clara, cuyo
pelo castaño, ondulado, enmarcaba su
carita triangular. De sus
ojos, clavados en el
suelo, caían lagrimones que corrían
por sus mejillas
sonrojadas. Estaba reluciente
de joyas: un colgante de oro
y diamantes.
Los
agudos yu-yus de
bienvenida, que han
vibrado a través de los siglos
desde los tiempos
de las sacerdotisas de Baal, anunciaron
que el novio estaba a la
vista. El velo fue echado
apresuradamente sobre el
rostro virginal de la
novia. Al llegar a
la puerta a el novio se
apeó del vehículo entre
alegres gritos y yu- yus dentro
y fuera de
la casa. Para la
novia había terminado
la casta vida
en el hogar
de su niñez. El novio
la cogió del brazo
y la condujo
lentamente4 hasta el
coche pues ella
andaba como sonámbula c con los
ojos bajos. Continuo silenciosa. Incluso seria
indecoroso hablar con su marido
en su noche
de bodas. Y el
cortejo nupcial continuo
su camino hacia
la casa del
novio, donde iba
a representarse el último acto semipúblico
de la
boda. La procesión iba
encabezada por una
mujer negra portadora de
una vela encendida. Era una
de las negaffat,
especie de hermandad de color
que dirige el
ritual y los
preparativos de las
bodas marroquíes. Otra sirviente,
le había precedido
balanceando sobre su
enturbantada cabeza una
bandeja r redonda e n la
cual iba, cuidadosamente doblado,
parte del ajuar
de la novia , dorando y reluciente.
El grupo
llegó a la
casa del novio,
que había sido
tomada por las mujeres
amigas de la
novia.
La novia
fue llevada a pasitos
temblorosos hasta la puerta de
su nueva morada,
donde su suegra
la tomaría bajo
sus expertos cuidados.
Levantaron su velo y le
ofrecieron los tradicionales
símbolos de bienvenida: un
vaso de leche
agria y un
plato de dátiles, los
sencillos y patriarcales
productos de un
pueblo cuyas raíces se
encuentran en la
vida de los nómadas procedentes
de montes y
desiertos. Nos despedimos. Dejamos atrás la
casa del novio,
y los sonidos
de las gaitas
y las danzas
de los gnauas
que se nos
habian metido como
memoria para muchos
dias. Atrás quedaba el
entrañable barrio tetuaní de
salaui, con sus
casitas encaladas y
sus calles silenciosas
envueltas en la
calurosa noche de
verano tetuaní.
http://antoniomarincara.blogspot.com.es/
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