De pequeño, al anochecer,
lejos de nuestras
casas, a la
luz del fuego de campamento,
con los scouts
me gustaba oír aquellas
historias que se
contaban, mientras crujía la
leña. Historias, chistes, acertijos…Contaba J.Calvo, y también se
la oí contar
a muchos judíos
en mi infancia
en Tetuán, donde tenía
varios compañeros hebreos
en el colegio, aquella historia,
en referencia a
Elie Wiesel que solía contar
una historia que
a su vez
invita a contar historias:
“Cuando el gran
rabino Israel Baalschemtow vio
que amenazaba en
una ocasión la
desgracia al pueblo
judío, se retiró
a un determinado
lugar en el bosque; allí
encendió un fuego,
pronunció una determinada
oración y sucedió
el milagro: la desgracia
se apartó”.
Más tarde, cuando su
discípulo, el famoso
Maggid de Mesritsch,
por los mismos
motivos debía dirigirse
al cielo, fue
al mismo lugar
en el bosque
y dijo: “Señor del
Universo, préstame oídos. No sé cómo se
enciende un fuego,
sin embargo estoy
en condiciones de pronunciar
la oración que
pronunciase en su día mi
antecesor”. Y el
milagro sucedió.
Años más tarde,
para salvar a
su pueblo, fue
también al bosque
el rabino Moishé
Leib de Sasow, y
dijo: “No sé cómo se enciende
un fuego, tampoco conozco
la oración, que
pronunciara mi antecesor,
pero al menos
he encontrado el
lugar y esto debería bastar para
que libres de
nuevo a mi
pueblo”. Y sucedió el
milagro.
Pasaron muchos años, y
luego vino en
la serie, para conjurar
la amenaza, el rabino
Israel de Riszin. Se sentó
en el sillón,
puso su cabeza
entre las manos
y dijo a Dios: “Soy
incapaz de encender
el fuego, no
conozco la oración,
no puedo ni
siquiera encontrar el
lugar exacto en
el bosque. Todo lo
que puedo hacer,
es contar esta
historia. Esto debería ser suficiente, Señor” y fue
suficiente.
Una historia
tierna aunque no
encienda el fuego,
ni salga del
corazón de la oración
puede igualmente causar
milagros. No sólo a Dios,
también a los hombres les
gustan las historias
tiernas y sinceras.
En nuestros caminos de “huida” de apostasía ante una sociedad deshumanizada, nosotros como los discípulos de Emaus, posiblemente expresemos ante los “caminantes de la historia” nuestras decepciones: nosotros creíamos que, esperábamos que…esto fuese otra cosa. Y quizás en el espíritu de amabilidad o la sonrisa de un desconocido, o la historia enternecedora de alguien que expresa igualmente su historia, sus miedos, sus dolores encontremos aquel espíritu de Jesús, antes de que se nos haga de noche, encendiéndonos la chimenea, calentándonos la sopa, o simplemente animándonos después de escuchar nuestra historia, de dolor, de decepción o de cansancio. Como en esa película reciente aun en nuestras pantallas de cine, titulada Una pastelería en Tokyo, todos tenemos una historia tierna, una historia dulce con la que endulzar los caminos de la historia a los demás.
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