Lo
contaba un día
en cartas al director de
un periódico, F.J. S.Gonzalez, y
venía a decir
esto:
Pasó por la acera a mi espalda. Era un hombre de más o menos mi edad, sobre sesenta, un tanto pero no del todo desaliñado empujaba algo con ruedas que le ayudaba a transportar restos de cosas, esas que desechamos por sistema. A unos 15 metros se paró ante unos contenedores, levantó la tapa y con un gancho metálico se afanó en sacar algo de su interior. Por fin, de las entrañas de aquel baúl de basuras recuperó ese algo: una caja de cartón mediana, vacía. Sacó las cosas que traía y tiró la caja vieja. Con destreza como el pájaro que construye su nido, todo mimo y esmero encajó la "nueva" en su carrito de ruedas y la afianzó con unos restos de cuerdas empalmados. Estaba satisfecho, más o igual de contento que quien estrena un coche nuevo y de marca. Metió sus restos de cosas, probó que aquello estaba firme y arrancó a andar con él, encantado de la vida. Lo vi alejarse: me hizo ver que el estar contento y alegre no es cuestión de caro o barato; de valor, no de precio.
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