Desde el balcón de
mi casa de la
calle de la
Luneta, en Tetuán,
se deja ver una gran extensión de la ciudad. Al
pie de la
mole del Dersa se
apiñan las azoteas
blancas del barrio
moro y las
casas azules de
la Judería formando
un conjunto pintoresco. Algunas tardes
suelo asomarme un rato
al balcón en las
treguas del trabajo para
gozar el encanto
prodigioso de las
puestas del sol.
En Tetuán tienen
las puestas de sol una
extraña belleza sugeridora
y romántica. La entidad del crepúsculo deslía
en el cristal del aire una
luz opalina que se
cierne sobre los
edificios y las
montañas, envolviéndolos en
la magia de
una blancura lunar. Es
como una niebla
tenuísima de alborada
que se ilumina con
resplandores de plata. Las
ultimas claridades del día coloran
el cielo con tonalidades
del minio y
violeta al tramontar
el sol las
cumbres bravas del
Gorgues y esparcir
el oro de sus
lumbres por la
inmensidad azul del espacio.
A esta hora
de sedación espiritual, en que
la cadencia del
silencio se concierta con
la tonalidad de
la luz para
que las almas
se enciendan en
fuego místico y se
eleven santamente a Dios,
sube a la
azotea de enfrente
a mi despacho
una muchachita hebrea
como de unos veinte
años, alta, fina y
espigada. Su tez es
morena pálida, como las
rosas de té. El cabello
negrísimo, con refulgencias
metálicas que azulean
en fuerza de
ser tan negros, se
vierte en largas trenzas
por la espalda. Sus
grandes ojos verdes,
son tristes y soñadores.
Ojos de virgen en
instancia perenne de amor, en
cuyas pupilas, transparentes como
dos gotas de agua del
mar, arde una lucecita
acariciadora y mansa. Toda
ella responde a
la traza de
la mujer ideal
para adorarla en éxtasis y
gozar delirios en
vuelos de ilusión.
Rara es la tarde que
no la veo. Ignoro si
se llama Perla,
Mercedes o Esther. Ella
ha reparado también en
mi asiduidad y
me sonríe complaciente
cuando la saludo con
una inclinación de cabeza. Sin
presentación de nadie somos
ya dos buenos
amigos que sienten
la necesidad de verse todas
las tardes para
comunicarse muchas cosas
intimas a través del
silencio.
(Alberto Camba. Un año en
Tetuán) pp. 125-132
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