PRINCIPIOS RÍGIDOS, ni se
te ocurra mandarle
un jamón al
que preside el
tribunal de oposiciones.
En cierta ocasión, dos
cazadores que se habían visto
mutuamente implicados en un pleito
recurrieron a la
justicia para dirimir
quien llevaba o
no razón. Uno de
ellos le preguntó a
su abogado si no sería
una buena idea
enviarle al juez unas
perdices. El abogado se
mostró horrorizado: “De ninguna
manera, hombre, por Dios. Este juez
se enorgullece de su
incorruptibilidad”, le dijo. “Un gesto como
ese produciría justamente
el efecto contrario del
que usted pretende”.
Pasó el tiempo. Y
una vez concluido -y ganado, por
supuesto el proceso- el
hombre invitó a
su abogado a cenar
y le agradeció
el consejo referente
a las perdices:
-“¿Sabe usted?” -le dijo. “Al
final acabé enviando
las perdices al
juez… claro que bajo
el nombre de nuestro adversario
y oponente”.
La indignación moral
puede cegar a
veces tanto como
la venalidad.
Una niña acompañó
un día a su
padre a la Casa
Blanca a ver al
presidente Lincoln, de quien
le habían dicho
que no era
precisamente un dechado de
belleza y hermosura.
Lincoln sentó a
la niña sobre
sus rodillas y
estuvo charlando con
ella un buen
rato, con su
proverbial simpatía ,
afabilidad y talante festivo. De
pronto, la niña
le gritó a su padre:
“¡Papi, Papi! ¡Pues
no es verdad
que sea tan feo! ¡Es
francamente guapo!”.
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