Otro taller imaginero que cierra sus puertas
Estaba frente al río,
en el
lugar donde nacieron grandes maravillas
de esta ciudad de Sevilla. Ahora se
construirán apartamentos. “La luz está
a punto de apagarse. En el interior del taller de la calle Pizarro,
el serrín en suspensión es el
incienso que se
quema en un altar. Huele
profundamente a cedro. Las virutas son
las flores. Y el
silencio es el dolor”. Lo
comentaba J. Cretario a veces, en
Sevilla, patria de grandes
imagineros, la madera
se viste de
riguroso luto. No hace mucho
el taller de Manuel Guzmán Bejarano, del
que salieron los más bellos y atrevidos
tronos y pasos de talla imposible, cerraba para siempre. La placa
que recordaba que allí vivió y
trabajó un arquitecto de retablos
iba a ser retirada. Y
quizás aunque pase desapercibido para mucha
gente en Sevilla, invade un
sentimiento nostálgico de añoranza también otros
talleres de los
que salieron innumerables
tallas que enriquecen nuestro
patrimonio de tallas religiosas: talleres que ya
son solo recuerdos. El
corralón de la calle
Castellar, la Casa de los Artistas de
San Juan de la
Palma (por cuya puerta pasó
tantas veces camino de
esa animosa y familiar calle Feria camino de los Javieres) el taller de Cayetano González en Pagés
del Corro y tantísimos
otros que ya
pertenecen al territorio del olvido. E interiormente, cierto sentimiento de envidia, de otros
países, donde los talleres de los grandes maestros se veneran
como auténticos espacios de culto
a las artes y como museos; sentimiento de
envidia de que en
esta Sevilla nuestra
tan afortunada como lugar
donde nacieron y
vivieron tantos artistas no
se cuiden todavía
estos espacios históricos con la
delicadeza y el cuidado
que sus biografías
tallaron y esculpieron
también en la historia de
las artes.
Se
cierra otro taller. Su
hijo Manuel Guzmán Fernández
traslada la producción a
una nave de Santiponce
por la presión
del tema de
la actualización de
los alquileres en
locales de renta antigua. Como dice J.Cretario: “A punto de apagarse
la luz. Las gubias
y los martillos se
empaquetan”. En la habitación
de arriba donde Ortega
Bru vivió en
sus años difíciles
sigue adornada con los
innumerables almanaques de
los muchos años
que pasaron allí, con
sus vírgenes y sus
cristos, y asisten como
testigos mudos a
la ceremonia de
la inevitable muerte
de esta auténtica catedral
de la
madera. Y tristeza del alma
cuando ves la
puerta y el
cierre echados, en la
frialdad de una
calle que con
el taller abierto
era poesía, color de vida y
alegría. Ahora la nostalgia
y la añoranza casi
hacen aflorar las
lágrimas interiores. Como “Muerte
en Venecia” muchos emblemáticos
sitios parecen hundirse. Como tantas cosas,
como tantos valores. Final
de ciclo, inicio
de otra crónica de
una muerte anunciada.
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