El Reino de la infancia, el Reino de la niñez y el niño que todos llevamos dentro
“Cambiaría todos los
paisajes del mundo por el de mi infancia” dijo un día Emil Cifran. Y yo lo suscribiría porque el paisaje de mi infancia fue especial, quiero decir, que no se parecía
al de muchos niños que después compartieron la juventud conmigo. Yo nací
en un paisaje y en un tiempo
especial, nací en Marruecos, a
principios de los años 50, en
aquel Marruecos protectorado español, en Tetuán, con hermosas calles, con su morería, la judería antiquísima, y el ensanche
europeo. Como en las buenas bodegas cuando
se da un biocontexto ideal.
Y aquel que se dio
en aquel lugar
y aquellos años
lo era.
Mirar hacia
el pasado supone la posibilidad de volver a disfrutar las nieves
de antaño, pero también el riesgo de
sufrir ese doloroso vértigo de comprobar que ya
nunca será lo que fue en aquellos años de nuestra infancia.
Decía Gustavo Martin Garzo en un artículo
sobre la educación de los niños “Hay
adultos que tienen el maravilloso donde saber ponerse en el lugar de los
niños. Ese don es un regalo del amor. Basta con amar a alguien para desear conocerle y querer acercarse a su mundo. Y la habilidad en tratar
a los niños solo puede provenir de haber visitado el lugar en que estos
suelen vivir. Ese lugar no se parece al nuestro, y por eso tantos adultos se equivocan al pedir a los
pequeños cosas que no están en
condiciones de hacer”. Ese es el lugar,
el Reino de los niños. El Reino de la
infancia.
Valorar esas
pequeñas cosas, esas conexiones de la memoria que “nos
aguardan en un rincón, en un cajón
y que te tienen a su
merced como hojas muertas como
dice la canción de Serrat, parar el reloj del tiempo, hacernos volver al pasado, de rememorar instantes de felicidad. En olores,
en sabores que reconocemos. De cualquier sensación, olor o sabor puede surgir
el pasado como una fuerza tan intensa como desestabilizadora”. Eso es lo que le
sucedió a Proust al paladear la famosa
magdalena de Combray.
El único paraíso
que uno ha experimentado en la vida es el reino de la infancia, tan parecido,
por cierto, al Reino de Dios que predicaba Jesús. Aquel Jesús que decía
que lo mejorcito de todo el Reino de Dios eran precisamente los que eran como los niños o los mismos niños. Los niños no
solo son lo mejor de la Humanidad
sino que el único fin de la Humanidad es
alcanzar los objetivos que laten en el corazón de todo niño, el amor y la libertad.
El niño se hace malo solo cuando imita a los
adultos. Algo así decía Rousseau en el
Emilio. El niño malo no es otra cosa que un adulto prematuro. Y no hay adulto malo al que si se le llega hasta la última capa de cebolla de
su corazón maltratado no encontremos
un niño bueno y asustado, que tomó el
camino de en medo ante el terror que supone
la vida. Cuando los adultos entramos en el paraíso de la infancia lo destruimos y
corrompemos siempre de forma sacrílega. Debería prohibirse tajantemente
el contacto de los adultos con los niños como forma de preservar puro lo único
bueno y noble de la Humanidad. Y el adulto que corrompe a un niño, que pisa el alma inmaculada de un niño,
debería expiar su crimen con la muerte. Pues ha cometido el mayor delito posible. La infancia es el santa
sanctórum del hombre, el recinto de la suprema elegancia de la naturaleza
humana y ningún adulto puede conculcar este lugar sagrado,
este “nido de abeja” del Templo délfico del Hombre. Unamuno
llego a decir que cuando un niño nace muere un ángel. Estaba equivocado. El ángel muere cuando se deja de ser
niño. Y los ángeles del Cielo son
niños que no llegaron a adultos, eso
nos decían de pequeños. Y a lo
mejor no se lo creían los mayores pero nosotros sí.
Hay aspectos
hermosos en el libro de Luis García
Montero Vista cansada en un
bello poemario en el que hace
recuento de su infancia granadina,
las ciudades que vio,
el compromiso y la amistad. La
infancia es, para el poeta que
observa (y recuerda) con la
vista cansada, un paisaje sereno donde
aún permanecen los testigos principales, perfilados ahora con una
nitidez o una imprecisión
distinta: la propia ciudad, sus
calles y los nombres. A esta parte pertenecen dos de los poemas más
conmovedores de este libro. La presbicia
hace que las letras bailen y para enfocarlas la única solución es separarse de
la lectura. Separarse no significa renunciar a la ocupación sino establecer o aumentar una
distancia entre el ojo y el objeto. La presbicia se puede superar con lentes.
La vista cansada es, por el contrario, una debilidad incorregible y la
distancia necesaria para acoplar el
enfoque que es de carácter temporal: visión de la memoria. La vista cansada es una perspectiva más elevada sobre
el pasado sobre el futuro, producto de la edad.
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