martes, 2 de agosto de 2016

El Reino de la infancia

El Reino de la infancia, el Reino de la niñez y el niño que todos llevamos dentro


“Cambiaría  todos los paisajes del mundo por el de  mi  infancia” dijo un  día Emil Cifran. Y  yo  lo suscribiría  porque el paisaje de mi infancia  fue especial, quiero decir, que  no se parecía  al de muchos  niños  que después compartieron la juventud conmigo.  Yo nací  en un  paisaje  y en un tiempo  especial, nací en Marruecos,  a  principios de los años  50, en aquel Marruecos protectorado español, en Tetuán, con  hermosas calles, con su morería, la  judería antiquísima, y  el ensanche  europeo. Como  en  las buenas bodegas  cuando  se da un  biocontexto  ideal.  Y  aquel que  se dio  en  aquel  lugar  y  aquellos  años  lo  era.

           Mirar hacia el pasado supone la posibilidad de  volver a disfrutar  las  nieves de antaño, pero  también el riesgo de sufrir ese doloroso vértigo de comprobar que ya  nunca será lo que fue en aquellos años de nuestra infancia.

       Decía  Gustavo Martin Garzo  en un  artículo sobre  la educación de los  niños “Hay  adultos que tienen el maravilloso donde saber ponerse en el lugar de los niños. Ese don es un regalo del amor. Basta con amar a alguien  para desear conocerle y  querer acercarse a su  mundo. Y la habilidad  en tratar  a los niños solo puede provenir de haber visitado el lugar en que estos suelen vivir. Ese lugar no se parece al nuestro, y por eso  tantos adultos se equivocan al pedir a los pequeños cosas  que no están en condiciones de hacer”. Ese  es el lugar, el Reino de los  niños. El Reino de la infancia.  

      Valorar esas pequeñas cosas, esas conexiones de la memoria que  “nos  aguardan en un rincón, en un cajón  y  que te  tienen a su  merced como hojas  muertas como dice la canción de Serrat, parar el reloj del tiempo,  hacernos volver al pasado, de  rememorar instantes de felicidad. En olores, en sabores que reconocemos. De cualquier sensación, olor o sabor puede surgir el pasado como una fuerza tan intensa como desestabilizadora”. Eso es lo que le sucedió a Proust al paladear la famosa  magdalena  de Combray.

      El único paraíso que uno ha experimentado en la vida es el reino de la infancia, tan parecido, por cierto, al Reino de Dios que predicaba Jesús. Aquel Jesús  que decía  que lo mejorcito de todo el Reino de Dios  eran precisamente  los que eran como los niños  o los mismos niños. Los  niños no  solo son lo mejor de la  Humanidad sino que el único fin de la  Humanidad es alcanzar los objetivos que laten en el corazón de todo  niño, el amor y  la libertad.

     El  niño se hace malo solo cuando imita a los adultos. Algo así decía  Rousseau  en el  Emilio. El niño malo no es otra cosa que un adulto prematuro. Y  no  hay  adulto malo al que si  se le llega hasta la última capa de cebolla de su corazón  maltratado no encontremos un  niño bueno y asustado, que tomó el camino de en medo ante el terror que supone  la vida. Cuando  los adultos  entramos en el paraíso de la infancia lo destruimos  y  corrompemos siempre de forma sacrílega. Debería prohibirse tajantemente el contacto de los adultos con los niños como forma de preservar puro lo único bueno y  noble de la  Humanidad. Y el adulto  que corrompe a un  niño, que pisa el alma inmaculada de un niño, debería expiar su crimen con la muerte. Pues ha cometido el  mayor delito posible. La infancia es el santa sanctórum del hombre, el recinto de la suprema elegancia de la naturaleza humana  y ningún  adulto puede conculcar este lugar sagrado, este  “nido de abeja” del  Templo délfico del Hombre.  Unamuno  llego a decir que cuando un  niño  nace muere un ángel. Estaba equivocado. El ángel  muere cuando se deja  de ser  niño. Y los ángeles del Cielo son  niños que  no llegaron a  adultos, eso  nos decían  de pequeños. Y  a  lo mejor  no se lo creían  los mayores pero  nosotros  sí.


      Hay  aspectos  hermosos en  el libro de Luis  García  Montero Vista  cansada en  un  bello  poemario en el que hace recuento de su  infancia granadina, las  ciudades  que  vio, el compromiso y  la  amistad. La  infancia  es, para  el poeta que  observa  (y recuerda) con la vista  cansada, un paisaje  sereno donde  aún  permanecen  los testigos principales, perfilados  ahora con una  nitidez o una imprecisión  distinta: la propia  ciudad, sus calles y los nombres.  A  esta parte pertenecen dos de los poemas más conmovedores  de este libro. La presbicia hace que las letras bailen y para enfocarlas la única solución es separarse de la lectura. Separarse  no significa  renunciar a la  ocupación sino establecer o aumentar una distancia entre el ojo y el objeto. La presbicia se puede superar con lentes. La vista cansada es, por el contrario, una debilidad incorregible y la distancia necesaria para  acoplar el enfoque que es de  carácter  temporal: visión de la memoria. La vista  cansada es una perspectiva más elevada sobre el pasado sobre el futuro, producto de la edad. 



No hay comentarios:

Publicar un comentario