Decía Abraham Botbol
Hachuel en su
libro El Desván de
los recuerdos, que
no era posible
comprender a los
tetuaníes sin conocer su
pequeña historia; es historia
que no viene
narrada en documentos, ni es
cantada en himnos, ni declamada
en poemas. Esa pequeña historia
a la cual gran parte de
los investigadores no
le dio importancia, pero que sin embargo
compone la enjundia de
la vida. Vienen estos días a
mi mente releyendo
los cuadros de aquella
judería tetuaní, los
recuerdos de escenas
vividas con mis
compañeros hebreos de
clase o vecinos
de calle, Simón, Saúl, Jacobo, David Benasayag, etc. Los Benahim, Benasayag ,Bentata, Benoliel,
Bentolila, compañeros de juegos,
y que compartían
sus fiestas, las suyas
y las nuestras, compartíamos los
dulces de sus
madres y los
que las nuestras
hacían para otros
niños judíos, marroquíes, y
sobre todo compartíamos
juguetes y juegos
en aquellos atardeceres
tetuaníes:
“Desde el día
que cumplí la edad de
12 años, ya se empezó en
mi casa a
hablar de la
proximidad de la
fecha de “los
Tefelimes”, aun cuando faltaba
más de un
año, pues en Marruecos los
jóvenes varones se
colocaban por primera
vez “los tefelimes”, una
vez cumplidos los
13 años de
edad y no
necesariamente el mismo día del décimo
tercer aniversario. Al decir
que se acercaba
la feliz fecha,
me refiero a que mi abuelo
materno, que es con
el que tuve mayor contacto durante
mi niñez. Ese verano
tuve que intensificar
las clases con mi
abuelo quien aprovechó
que yo tenía vacaciones escolares
para tenerme junto a él, mañana
y tarde, sentados ambos
alrededor de la
larga mesa del
comedor, inculcándome ya
no solo los
“dinim” sino igualmente el trozo de
la “Torah” que debería leer
aquel día frente al público. Los
días se acercaban
y en mi casa
ya se notaba
un ambiente festivo.
Mi padre empezó trayendo kilos
y más kilos de
almendras, harina, nueces, azúcar, cacao y
cientos de huevos, que
mi mamá fue almacenando. Una noche, se
reunieron en mi casa mis tías
y, junto con mi
mamá, decidieron que a
partir del día
siguiente empezaron a confeccionar diferentes
tipos de dulces que
guardarían en tarros de
vidrio para conservarlos
crujientes y en
buen estado. Así fueron
pasando por mis
ojos, y alguno que otro
por mi boca
y la de
mis hermanas, almendrados,
fartalexos, mazapanes, a cual
más sabroso, que
dejaban un aroma
delicioso en toda mi
casa.
Una vez
finalizado el rezo, nos
dirigimos, en cortejo, de nuevo
hacia mi casa, pero
la costumbre mandaba
que yo debía
de recorrer las
calles de la
judería de Tetuán con
los “Tefelimes” y el “Talet”
puestos, mientras el resto de
los acompañantes entonaban a
coro el salmo 105 (que
es una confesión colectiva por
los pecados realizados en
conjunto por el pueblo de
Israel). Y en la
casa, con una
sonrisa esperaban el resto de los
invitados y un
sabrosísimo desayuno que se prolongaría
hasta cerca del
mediodía, mientras que
algún que otro cantante
entonaría “piyutim”. Para aquel día, yo
me había provisto, con el
consentimiento tácito de mis
padres de una o dos
cajetillas de cigarrillos que
repartiría entre los
amigos de mi edad,
los cuales fumarían en público
por vez
primera, en señal de haber ingresado en
la edad adulta, aunque en verdad
no dejábamos de
ser unos muy
jóvenes adolescentes.
Jugamos luego a juegos de
azar con una
baraja española o con
un bingo. Aquel día
mis regalos fueron
libros de “Torah”
y las Novelas
Ejemplares de Miguel Cervantes.
Igualmente recuerdo que
me habían regalado
un juego de
Ping Pong y
varios bolígrafos de
plástico que acababan de
salir al mercado
y estaban de última
moda. Lo que sí es verdad es
que los regalos estaban cónsonos
con la posibilidades
materiales de un joven y
ninguno de ellos era
extravagante ni de
mucho valor económico, sino que
tenían sobre todo el valor de
la amistad y del cariño. Así transcurrió ese día
para mi inolvidable
de mis “Tefelimes” que con nostalgia
recuerdo a tantos años de distancia. Fue una
fiesta pequeña en la
que no
faltó de nada y
nada de lo que
había en ella sobraba. Es decir, fue
una fiesta justo en su
lugar, como mandaba la
tradición.”
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