El Tetuán del protectorado español visto por la escritora María Dueñas (País viajero 2-2-16):
“Desde principios
del siglo XX hasta la
independencia de Marruecos,
en 1956,
decenas de miles
de españoles se
instalaron en Tetuán, la capital del
protectorado: familias de funcionarios,
militares, empresarios, maestros, camareros, profesionales de distintos
ramos y algún que
otro buscavidas. Adosándose
a la antigua
medina trazaron calles,
levantaron edificios y
negocios, establecieron colegios,
mercados y hospitales,
y vivieron un
tiempo cuya memoria entrañable
mantuvieron intacta a lo
largo de los años.
Llegar a Tetuán
desde Tánger es tan
sencillo como coger
un grand taxi y
regatear con e l conductor hasta
acordar el precio en unos
30 euros. El trayecto se cubre
en una hora
por autovía; una
vez allí, el
mejor sitio para
comenzar el recorrido es la
plaza de Muley
el Mehdi, a
la que muchos
tetuaníes aun llaman
Plaza Primo. La
fisonomía permanece intacta
desde principios del
siglo pasado: la
rotonda central, la
iglesia, las antiguas sedes de
telégrafos y del Banco de
España, hoy ocupada
por el consulado
español. Desde aquí se
percibe el entramado
geométrico del ensanche
con manzanas regulares,
alturas uniformes y
una mezcla de
estilos arquitectónicos en
los que -siempre combinando
blanco y verde- se mezclan con
curiosa armonía los
estilos neoherreriano, neandalusi
y art nouveau.
Accedemos desde la
plaza a la
arteria principal de la
ciudad que ha
ido cambiando de nombre al
compás de los
momentos históricos: Alfonso
XIII; República y Generalísimo en
el pasado; Mohamed V
en la actualidad. Al recorrerla,
además de viviendas
y negocios, nos
saldrán al paso el viejo Casino Español, -donde mi
abuelo Manolo Vinuesa jugaba
sus partidas a
diario con jugosos provechos-
y algunos establecimientos de aromas
pretéritos como Cafés Carrión
o las pastelerías
El Buen gusto y La
Campana.
Al final de
la calle encontramos
una gran superficie
diáfana que ocupa
lo que originalmente
fue el Feddan -el gran
zoco- y después
la Plaza de España,
recordada con nostalgia
por todos los
antiguos residentes.
Destinada hoy a dar
acceso al Palacio
Real -situado en lo que
anteriormente fue la Alta comisaria-, esta
explanada funciona como
bisagra entre el
ensanche español y
la medina musulmana.
La antigua ciudad
islámica, patrimonio
mundial, apenas ha
sido alterada a
lo largo de los
siglos: permanecen sus siete
puertas, los artesanos
agrupados por oficios,
las callejuelas bulliciosas
de trazo enloquecido, el
encalado de las
paredes y las
puertas de madera
claveteada.
Su magia quedó
plasmada en decenas
de obras de
Mariano Bertuchi, el gran
pintor e impulsor de
los oficios artesanales
marroquíes, y a cuya escuela
aconsejo ir.
Para conocer el
interior de las casas
tradicionales de la
vieja morería, invito a
visitar Blanco Riad y El Reducto,
dos Riad del XVIII abiertos
hoy como pequeños hoteles
al mando de
sendas emprendedoras españolas.
EL TÁNGER Y
TETUÁN DE NUESTRAS
INFANCIAS
Al igual
que cuenta la
escritora María Dueñas, yo también
podría decir que
los Reyes Magos
en mi casa
venían de Tánger. Desde allí legaban
los regalos que cada
año encontraba a los pies
de mi cama
en el Tetuán de mi
infancia. Juguetes de
cuerda, una lata
de galletas inglesas
de los Almacenes
Kent, ropa y
zapatos de las Galerías
Lafayette, proyectores de cine
o view máster
de Casa Ros,
de las Galerías Monoprix, etc.
Añoranzas de
aquel Tánger internacional. Fue en la primera
mitad del siglo XX
cuando Tánger se
convirtió en un
próspero enclave de alma cosmopolita e
irrepetible, con un estatuto
propio bajo el
auspicio de ocho
naciones extranjeras. Así se
forjó la leyenda
de la ciudad
más intrigante del
norte de África, la más tolerante
y apasionada; en ella y no en
Casablanca se inspiró
Michael Curtiz para rodar
su película . La prensa
diaria se publicaba
en cinco lenguas
distintas, las salas de fiesta convivían
con bares golfos como el Parade,
La Mar Chica o el
Deans´Bar. Había distinguidos salones de té, como el de
Madame Porte, playas
con terrazas y balnearios, colegios para
niños de todas las
procedencias. Había un
contrabando descarado y bullente,
cuatro religiones repartidas
entre iglesias, mezquitas
y sinagogas, y un
country club.
En su
puerto recalaban buques
de mil banderas. La nutrida
colonia española entonces se
entremezclaba con amplias
comunidades de franceses y británicos, más
de 15.000 judíos
sefardíes, numerosos italianos
y hasta escritores
norteamericanos, atormentados,
chicos malos de
la “beat generation”
y bohemios chic de
la jet set
internacional. El laissez
faire, laissez vivre,
cuentan los que
allí estuvieron, era
la patria común.
Muchos domingos nuestros
padres nos llevaban
de Tetuán a Tánger, y
pasar el puesto
de control fronterizo
que nos metía
en Tánger era como
pasar de un
mundo medieval a
un país moderno,
a una ciudad
cosmopolita, en donde escaparates,
terrazas, avenidas, bulevares,
paseos marítimos nos
deslumbraban. Terminábamos
casi siempre comiendo
tagine de cordero
o cuscús, o
saboreando el té
en alguno de
los chiringuitos de
Cabo Espartel esquina
a donde nos asomábamos para
ver enfrente la costa
de Tarifa o de Algeciras.
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