Una de las
fiestas judías que
recuerdo de nuestro
tiempo en la
infancia y adolescencia
tetuaní en el
Norte de Marruecos,
y que de
alguna forma incorporábamos ya
a nuestro calendario
de fiestas católicas,
más las musulmanas, era la
de “La hilulá”. A
diferencia de nuestras
fiestas fúnebres cuando
más bien entraba
el invierno y
los días son
más cortos, para acudir
al cementerio, veíamos que
para nuestros compañeros
hebreos de colegio
dicha fiesta se
hacía al llegar
la primavera, con
sentido de alegría
y entre dulces
y música. Me recreo
estos días en
la relectura de Abraham
Botbol con sus
añoranzas sobre el Tetuán de su
infancia en la fiesta
fúnebre de la
Hilulá:
“Las mujeres
sefardíes suelen preparar un dulce con
los pétalos de
azahar llamado “letuario de
Azahar” que, por su fino
y delicado sabor
es considerado manjar de
reyes. En esos días
de primavera cuando
celebramos “Lag Baomer” o como se suele llamar
la “hilulá de Rebbi Shimón Bar
Yohay” quien fue según
la tradición el
fundador de “la Kabalá” y uno
de los más
destacados “ hamamim” del
pueblo judío. En ese
33 día del
“Omer” se conmemora
el aniversario de su
muerte, pero “La HIlulá” no es
considerada como un día de duelo
como cabría pensar, sino
que muy por
el contrario, es un día de
júbilo, pues finaliza en
él un periodo de duelo de
treinta y tres días en memoria, según cuentan de la desaparición en
Israel por aquella
misma época, debido a una
terrible mortandad, de una
gran parte de
los “talmidé hajamim” de Safed.
Y dice la leyenda
que con la
muerte de Rebbi Shimon,
finalizó la terrible
mortandad.
¡Cuán diferente era
esa “Hilula” marroquí!, de la
que hoy en día
celebran los mismos
judíos oriundos de aquel
país que viven
en la actualidad
en otras regiones. La
tradición ha quedado,
pero la forma de
celebrarla varió. Era la
costumbre en aquella
noche reunirse en
las sinagogas, que con
anterioridad habían sido decoradas con
ramos de flores y luminarias
de aceite de múltiples colores. Una
mesa alargada, platos con
la más fina
repostería, frutas glaceadas , tortas
y los típicos
merengues españoles cubrían
toda dicha mesa. La
velada transcurría entre
catos alegóricos, lectura de
trozos del “Zohar”, el
“libro del Esplendor” y el
deleite de saborear
las exquisiteces culinarias
expuestas, rociadas con un
buen vaso del típico té con
yerbabuena de Marruecos. Una vez
finalizado el acto, algunos se
retiraban a sus
casas mientras que
otros se dirigían
al cementerio, para pasar la
noche en vigilia
junto a las tumbas
de aquellos que, en diferentes épocas, habían dirigido
espiritualmente el judaísmo
tetuaní.
El Cementerio de Tetuán
es uno de los más antiguos
de esa región.
Uno de sus sectores
es conocido como
el “cementerio de los
de Castilla”, pues
en él están
enterrados los judíos
que salieron expulsados de España y que
se establecieron en
esa ciudad a
los pies del Gorgues. Aún hoy en
día se
pueden observar en
ese sector del
cementerio pequeños monolitos
anepígrafos que recubren
las fosas en
las que yacen muchos de
los grandes hombres
que se vieron
obligados a dejar
la tierra en la que
sus antepasados habían
vivido durante siglos. Este cementerio está
lleno de leyendas,
algunas de ellas
conmovedoras, en las que
podemos o no creer
y que son producto de
la pequeña historia
de una comunidad
judía que se dedicó
durante siglos al
engrandecimiento del
espíritu más que
a cualquier otra
cosa. Entre esas leyendas
destaca la de “El
Cofre” o “la
piedra caída del cielo” que por su emotividad
quisiera narran:
“Cuentan que entre
finales del siglo
XVIII y principios
del XIX, existía en Tetuán un Gran
Rabino, que por
sus grandes conocimientos
talmúdicos y cabalísticos,
era venerado tanto por
árabes como por
judíos. Al llegar el día
de su muerte después de
una larga vida, ambas
comunidades se disputaban
el lugar donde
debía de ser
enterrado dicho hombre de fe,
por lo que la comunidad
judía estaba muy
triste no fuera a
que los árabes
lo enterraran en su
cementerio. Anticipándose, los judíos
decidieron darle sepultura la
misma noche de su
muerte, amparados en la oscuridad,
en el cementerio
judío. Al día siguiente
cuando vinieron los
dirigentes musulmanes para
recoger el cadáver y
enterrarlo según sus
ritos y costumbres,
no lo encontraron
y suponiendo que
lo habían enterrado
la noche anterior, se
dirigieron todos al cementerio
hebreo para ver si había alguna
fosa recién cavada. Y
cuenta la leyenda
que no encontraron
ninguna fosa recién
cavada, pues en
el lugar en
donde los judíos
habían depositado el cuerpo del
gran Rabino, cayó esa misma noche
una piedra del cielo
y lo cubrió. Este
lugar hasta hoy
en día es visitado
por creyentes que en
ningún momento ponen
en duda ese milagro
que se realizó en
una noche tenebrosa. Este era
y sigue siendo “El
Cementerio israelita de Tetuán” donde
los judíos celebraban
“La Hilulá” y
el cual muchos
de nosotros tenemos
sepultados a nuestros ancestros. En
él han quedado
para la eternidad, padres y
abuelos, maestros y amigos
que en su día formaron
parte de nuestras vidas
y que hoy perduran
en nuestros recuerdos.”
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