Siempre admiré en
mi infancia, la
enorme unión que había entre
la numerosa comunidad
hebrea de Tetuán en
el Norte de
Marruecos. Viví varios
años cerca del
colegio hebreo de
la “Alianza israelita”
y casi me
acoplé como si
fuera un reloj
a sus timbres
y campanillas de
entrada, salida, recreo. Aparte de
admirar su, para mí, gracioso
acento al pronunciar aquel “castellano antiguo o
jaketia” me impresionaban muchas
de sus ceremonias vividas con
una ilusión y pasión inusitadas. Fui invitado también de
pequeño a varias
celebraciones hebreas, como fueron
la fiesta de
las chozas (el sukot)
bodas de hermanos
de mis compañeros
de colegio hebreos, la
Pascua, el yom
kipur…y siempre admiré
la enorme unión
que había entre
ellos, tan lejos
de su “patria
originaria” y el enorme
respeto por sus más rancias
tradiciones vividas y
pasadas de padres
a hijos. Me encanta
la descripción de Abraham
Botbol en su
libro El Desván de
los recuerdos (cuadros de
una judería marroquí). De
él entresaco párrafos
como este:
“La hebrá” la
componían aproximadamente medio
centenar de hombres,
y era una
hermandad o sociedad
sagrada, que tenía, como
quehacer primordial, conceder los
últimos servicios espirituales a sus correligionarios moribundos
y dedicarse igualmente a
la preparación del cadáver para
darle sepultura según
los ritos de
la Ley de Israel.
Para pertenecer a “La
Hebrá”, era condición
indispensable, poseer una
moral intachable. Se consideraba
un gran honor
formar parte de
esta hermandad, de los
llamados a cumplir
con una de
las más grandes “Mitzvot” de la
religión judía, como es “ Hesed
Veemet”.
Su lúgubre oficio
lo realizaban en silencio,
en el que solamente se oía
la estentórea voz
del alcaide o “shej”
de esta hermandad,
dando alguna que
otra orden para cumplir
a cabalidad con
las leyes y
costumbres. Desde el momento
en que algún
enfermo entraba en
la fase final,
dos de estos “Hebris” se
acercaban a su
lecho y lo acompañaban en todo
momento, para velarlo,
oír sus últimos deseos
y cuidar de que
ese judío, que
estaba por dejar
la vida terrenal,
oyera el rezo de la “Shemá”
antes de expeler sus
postrer aliento.
Pero estos
“Hebris” tenían igualmente
sus momentos alegres
y festivos. En los grandes acontecimientos familiares, tales como compromisos matrimoniales
y “noches de
novias” en las que
las bellas jovencitas
vestían sus típicos
“trajes de paño”
de terciopelo de
distintos colores, cada uno de
ellos bordados con hilos
auríferos, noche en las que
las muchachas usaban
tocarse con diademas de
piedras finas y adornaban
sus escotes con collares
de plata y
oro y sus brazos
con pulseras que
resplandecían a la
luz de las
velas prendidas para tan
relevante ocasión. En esta noche
y junto a esa novia
que fuera tan
perfectamente plasmada por Delacroix, estaba
presente también “La Hebrá”. Me contaron,
aunque no los conocí,
que antiguamente solía “La Hebrá”
llevar a las
bodas, lo que llamaban “La Nahora”,
que era una
lámpara o farol de
tamaño gigantesco, con
farolillos colgantes a su alrededor
y campanillas de cobre , que
anunciaban con su tintineo y la
luz que despedía el
paso de “La Hebrá”. Llegado el
momento, los hombres
de “La Hebrá” ,formaban un
cortejo para acompañar
a la desposada
a los brazos del
novio, que la recibía lleno de
felicidad. Inmediatamente se daría comienzo al convite
que se alargaría
por horas y q que
estaría acompañado por la
entonación de algunos romances
picarescos, que tendrían
por finalidad instruir
a los novios
en el arte del buen
amar.
Finalizada la fiesta
y apagados los
faroles, cada cual se retiraría
alegre y en
silencio a descansar a su casa,
pero en cada uno de estos
“Hebris”, quedaba la
satisfacción de saber que una vez
más habían contribuido
con su presencia
a dar realce al
inicio de una nueva
vida para los
novios que todos
deseaban larga, feliz
y llena de
bienaventuranzas.”
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