Los perros perdidos sin collar
El niño necesita
indispensablemente, más aun
que el alimento,
satisfacer la necesidad de RECONOCIMIENTO: ser reconocido
en su singularidad
y en su
dignidad de persona. Con la satisfacción
de esta necesidad,
irá adquiriendo la
seguridad, necesaria para mantener
el equilibrio psíquico en
su enfrentamiento con la
existencia. La familia
es el ámbito
natural ecopsicológico, donde
el ser humano
puede satisfacer primordialmente esta necesidad, a
través de las manifestaciones de atención,
aceptación y acogida,
confianza en su
capacidad de crecimiento
y desarrollo con el
que podrá adquirir
la maduración y la autonomía
para la que
viene genéticamente
equipado. Porque es verdad
que cada niño
que viene al
mundo es el producto
de millones de
años de ensayo de vida, es el resultado
de un
ensayo progresivo de creación
de la vida,
que ha ido produciendo diversos
modelos sucesivos…hasta llegar a este
niño, que como
cada niño o
niña, es un ejemplar único,
singular, irrepetible, renovado. Se
da en ellos
una recreación, una
renovación de la vida
total. Llegan lleno de posibilidades
esperanzadoras, capacitados para
producir nuevas maneras
constructivas de estar en la
vida, nuevas formas
de pensar y de
vivir, nuevas formas de crear y
de amar. Con razón
le dice a sus
padres el filósofo
y poeta iraní Gisbram: “No pretendía
hacerlos como vosotros,
haceos más bien
vosotros como ellos,
porque la vida
camina hacia adelante
y no hacia atrás”. Como
si les dijera: vosotros sois
modelos antiguos, y
cada niño es un modelo
renovado que supone
un paso hacia
adelante de toda la
humanidad: toda la humanidad avanza, se perfecciona,
con cada niño o niña que
viene a este
mundo nuestro, y suyo.
Satisfacer esta necesidad de
reconocimiento, -dice F. Jiménez H. Pinzón- es
el primero de
los condicionantes existenciales, irrenunciable, ineludible que en
definitiva constituye la primaria
y fundamental experiencia de
amor. En el niño, en esa
etapa inicial de su
llegada al mundo
y de su recorrido vital, se
ubica esta experiencia, en un
espacio concreto y
único que se
llama LA MADRE.
El padre, a su vez, vehicula
la respuesta a esta
necesidad de reconocimiento,
desde otra experiencia
complementaria a la de
la madre, también indispensable
para el crecimiento madurativo
y armónico del organismo
psíquico infantil. Es la experiencia de Pertenencia,
la de inclusión en
un grupo humano
en el que
la imago paterna
representa la garantía y
las normas, donde
el yo adquiere
un reconocimiento también
por parte de los
otros, con un
apellido de referencia, donde
se asegura la
protección, se afirma la
seguridad, se alimenta la
confianza en unos
mismo y hacia
los demás y se va abriendo hacia
la inclusión progresiva
dentro de otros grupos
sociales de pertenencia,
hasta el sentimiento
totalizante de pertenencia a la
Humanidad, que es
característico de un desarrollo superior
de la personalidad.
La falta de
esta experiencia fundamental de Pertenencia supondrá la
marginación, el desarraigo vital del
niño, el desamparo existencial,
la desconfianza como defensa instintiva,
la agresividad y la
destructividad como medio de
afirmación y sobrevivencia, desde la
inclusión en grupos marginales, en los
que a falta de
identidad personal y de
reconocimiento se les señalará
con un apodo,
con un mote
despectivo y vergonzante, generalmente connotativo de
alguna deficiencia o
malformación física. Serán, como el título
de una
famosa novela francesa,
muy leída por
los años 60
del pasado siglo: Los perros
sin collar.
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