Cualquier niño, en
su infancia tiene
un derecho necesario
para su posterior
realización como adulto. El
derecho a soñar.
En mis sueños
de infancia y
mis aprendizajes ya más mayor como
boy scout de
aquel famoso libro
que todo buen
scout debíamos poseer
“El manos hábiles” de
Albert Boekhol nos proponían unas
maravillosos construcciones con
troncos de árboles,
diseños de construcciones en el bosque
durante las acampadas
o campamentos, las que
soñaba cualquier niño
scout, de cómo construir
hermosos vivacs entre
las ramas de
los arboles levantar torres
entre los árboles, hacer plataformas
de observación en árboles elevados.
Confieso que de pequeño
no logré realizar
aquel sueño de
hacerme mi refugio
entre ramas de
elevados árboles, pero
si fui cómplice
siendo ya scouters adulto y
formando parte del
kraal de jefes de un
campamento scout de
saber motivar y emocionar, y
casi con alma
de un niño,
como ellos, a
una patrulla del
grupo scout 127
de Almería de
campamento en las
cercanías de Lanjarón,
en Soportújar, de una
elevada plataforma,
que logramos terminar,
y casi “constituir” como el lugar oficial de echarnos todos una tranquila
y reconstituyente siesta. Se constituyó
también en plataforma
de “mirador oficial
nocturno” de mirar
al cielo nocturno
de aquellas montañas,
de divisar estrellas,
de aprendizajes de constelaciones,
de orientación nocturna a través
de la Osa
mayor, de observar las
lejanas luces de los
barcos en la
costa granadina que
alcanzábamos a observar
desde allí. Y mi
orgullo es que
pasados los años, aquellos niños, hoy
adultos, mitifican aun en
sus conversaciones entre
cañas de cerveza, al
cabo de los
años, la construcción de aquella
especie de “torre de Babel” que supuso
la realización de
algo que todos
habíamos soñado. En nuestras
tertulias al cabo
de los años,
se les iluminan
los ojos y
emprenden interminables conversaciones de
las travesuras y
proezas que hicieron
en aquella torreta
o casita refugio
construida en medio de los árboles.
Tal es así, que luego reprodujeron dicha casita como espacio del refugio de patrulla durante varios años en aquellos locales scouts del grupo 127 en la calle Padre Luque, en lo que actualmente son los estudios de la COPE en Almería. E incluso gracias a la intervención del guarda forestal de aquella zona, no lo podré olvidar nunca (de nombre Antonio Marín: era de Huetor Santillán y años después tuve la suerte de conocer a su hijo también del mismo nombre y con el mismo oficio, ahora en la fuente de la teja, junto al nacimiento del río Darro, en aquel maravilloso paraje de la alfaguara) dicho guarda viendo aquella torre levantada con tanta ilusión y motivación, nos aportó materiales como alambre, troncos y barniz, como para “amnistiar” tan bonita y elevada plataforma o casita de los árboles, y que sirviera de puesto de observación y nidos de pájaros, durante muchos años. Y así fue, pues recuerdo que casi se mantuvo en pie una década, lo que comprobé en mis paseos de senderismo por aquellas zonas entre Lanjarón y Soportújar.
Y es a
raíz de un gracioso artículo
de J. Antón
sobre sus sueños
de construir una casa
en el árbol
como sentido de independencia y
evasión que además
de hacerme sonreír
me sugirió mis pasados sueños
de infancia:
“Desde niño y
en conjunción con el
sueño arquetípico de la balsa
y la cabaña he
querido tener una
casita arbórea. Es el
deseo de intimidad
y escapada, sostienen David
y Jeanie Stiles
en su animosa
obra de referencia de
1998 Tree houses you
can actually build (Casas en árboles que puedes
de verdad construir), y
también cierto sentido
poético de elevación, por
no hablar de
la necesidad de escondite cuando servían espinacas. Hem, de Matar un
ruiseñor (1962), se
esconde junto a su
hermana en la
casa del árbol del monstruo que seguro
que vive en
el sótano de al
lado. Es niño, vamos. Mis
intentos han acabado
siempre en frustración. No conseguía más
que clavar unas tablas,
algunas en mi
propia mano. Es verdad
que mis referentes
eran ambiciosos: la casa
de Tarzán (incluso poseía un
rudimentario ascensor accionado
por Tembo, el
elefante) y Treetops,
el hotel edificado
sobre una higuera
en el parque
nacional Aberdare en
Kenia. Pensé que
la llegada de
mis hijas daría
el empujón definitivo a mis
proyectos. Ellas tendrían lo que
yo siempre soñé, e incluso
un sitio para
librarse de mí.
Pero ya pasan
las dos de
los 20 años, han dejado de
querer una casita (prefieren un
piso) y yo sigo
al pie del árbol
sopesando por dónde empezar y
dónde instalaré la
escalera, el puente, el mirador
y la tirolina.
Hay tantas casas
en los árboles
como personas, dijo
alguien, quizá Thoreau. Yo
no sé cómo
será finalmente la
mía (y de mis
nietos) pero sí que,
tarde lo que
tarde, no dejaré morir
en el suelo
mis elevados sueños.”
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