Y el niño que soñaba encontrar tesoros ocultos
Cada vez que
subo por el
Aljarafe sevillano,
especialmente en Tomares no
se oye otra
conversación que las
novedades del tesoro de
las ánforas encontradas
en el parque de El Zaudin. Si, 19 ánforas, de
aquellas grandes ánforas
que llevaban el
aceite de esta
tierra al mismísimo
centro de aquel gran
imperio romano.
Diecinueve
ánforas repletitas que
contenían en su
interior unos 600 kilos
de monedas de
bronce del siglo IV después de Cristo, que curiosamente
habían sido fabricadas en
Alcolea del Río, la entonces Flavium
Canamense, halladas durante el
desarrollo de unas obras
para canalizaciones en
el parque de Tomare.
Las he visto expuestas
en el Arqueológico, y nos
hablan de otros
tesoros existentes por
otros lugares del Imperio como
los mercados de Trajano, además
de en un
pecio hundido en Mallorca
y otro hundido frente a las costas de Ragusa (Sicilia).
Impresiona. Y me trajo
el recuerdo de
aquel niño (que
nos representa también a
todos los niños
que sentimos curiosidad
por los tesoros
escondidos de nuestra
infancia y que encerramos
en nuestro niño
grande de adulto), un
niño llamado Schlieman
del que me
animo a relataros
aquel cuento de mi infancia, que
tantas veces nos
contó nuestro viejo
profesor de historia
y que a
todos nos dejaba
embobados:
El del niño mendigo que a los siete años de edad soñó hallar
una ciudad y treinta y nueve años después se marchó, muy lejos, buscando y
buscando, y no sólo encontró la ciudad sino también un tesoro, un tesoro tan
maravilloso como el mundo entero. El cuento es la vida de Heinrich Schliemann,
una de las figuras más asombrosas no sólo entre los arqueólogos, sino entre los
hombres.
Recordaba estos días, aquella
imagen que ponía
a mis alumnos
en clase de
filosofía y que
simbolizaba la imagen
de la curiosidad
de un niño
asomado a una
tapia para ver
lo que había
al otro lugar como la
curiosidad innata del
hombre por saber
y cuestionarse. Y recordaba
también estos días (un
siglo después) que también mi curiosidad
y la de
mis amigos de OJE y
scouts nos había
llevado orientados por nuestro
profesor don Gregorio, a
hacer algunos hallazgos
arqueológicos cuando teníamos
aquella sana curiosidad
por investigar propia
de adolescentes. Un
día, cuando dejé
la casa paterna,
mi madre me “amenazó” con
tirarme todas aquellas
piedras que tenía
en mi estantería , si no
“las limpiaba y
cuidaba debidamente en mi habitación”. Ya era
mayor, dejaba la casa
de mis padres
para siempre, y tras
mirarlas y admirarlas
durante más de dos
horas opté por
ceder “mis tesoros de
infancia” al museo
arqueológico. Hoy , sin
considerarme por supuesto
un Schlieman , miro con simpatía
todavía aquel viejo
documento en donde
desde aquella institución
se me agradecía
aquel generoso donativo casi
adolescente de “mis
tesoros”.
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