lunes, 15 de agosto de 2016

Las ánforas de Tomares

Y el niño que soñaba encontrar tesoros ocultos

Cada  vez  que  subo  por  el  Aljarafe  sevillano, especialmente  en Tomares  no  se  oye  otra  conversación  que  las  novedades  del  tesoro  de  las  ánforas  encontradas  en  el parque  de El Zaudin. Si,  19  ánforas,  de  aquellas  grandes  ánforas  que  llevaban  el  aceite  de  esta  tierra  al  mismísimo  centro de  aquel  gran  imperio  romano.

Diecinueve  ánforas  repletitas  que  contenían  en  su  interior  unos  600 kilos  de  monedas  de  bronce del  siglo IV  después de Cristo, que  curiosamente  habían  sido fabricadas  en  Alcolea del Río, la  entonces  Flavium  Canamense, halladas  durante  el  desarrollo de  unas  obras  para  canalizaciones  en  el  parque de  Tomare.  Las  he visto  expuestas  en  el Arqueológico, y  nos  hablan  de  otros  tesoros  existentes  por  otros lugares  del  Imperio como  los  mercados de Trajano,  además  de  en  un  pecio  hundido en  Mallorca  y  otro  hundido frente  a  las  costas  de Ragusa (Sicilia). 

Impresiona. Y  me  trajo  el  recuerdo  de  aquel  niño  (que  nos representa  también  a  todos  los  niños  que  sentimos  curiosidad  por  los  tesoros  escondidos  de  nuestra  infancia y  que  encerramos  en  nuestro  niño  grande  de  adulto), un  niño  llamado  Schlieman  del  que  me  animo  a  relataros  aquel  cuento  de  mi  infancia, que  tantas  veces  nos  contó  nuestro  viejo  profesor  de  historia  y  que  a  todos  nos  dejaba  embobados:

El del niño mendigo que a los siete años de edad soñó hallar una ciudad y treinta y nueve años después se marchó, muy lejos, buscando y buscando, y no sólo encontró la ciudad sino también un tesoro, un tesoro tan maravilloso como el mundo entero. El cuento es la vida de Heinrich Schliemann, una de las figuras más asombrosas no sólo entre los arqueólogos, sino entre los hombres.

“El padre explicaba al niño muchos cuentos y leyendas. Le contaba también, cual viejo humanista, la lucha de los héroes de Homero, de Paris y Helena, de Aquiles y de Héctor, de la fuerte Troya, incendiada y destruida. El niño contemplaba aquella lámina, y observaba los recios muros y la gigantesca puerta Escea. —¿Así era Troya? El padre asentía con la cabeza. —¿ Y todo esto se ha destruido, destruido completamente? ¿Y nadie sabe dónde estaba emplazada? —Cierto —contestaba el padre. — No lo creo —comentaba el niño Heinrich Schliemann—. ¡Cuando sea mayor, yo hallaré Troya, y encontraré el tesoro del rey! Y el padre se reía…” “Las primeras impresiones que recibe un niño le quedan grabadas para toda la vida.” Escribe C.W.Ceram  en  su  libro  Dioses, Tumbas y Sabios. A los catorce años de edad terminó su instrucción escolar y entró de aprendiz en una tienda de ultramarinos de la pequeña ciudad de Fürstenberg. Durante cinco años y medio vendió arenques, aguardiente, leche y sal al por menor, molía patatas para la destilación y fregaba el suelo de la tienda. Pero un día entró en la tienda un molinero borracho que, acercándose al mostrador, se puso a recitar enfáticamente un remedo de epopeya. Schliemann le escuchaba embobado. No entendía una palabra, pero cuando se enteró de que aquello era nada menos que versos de Homero, de la Ilíada, recurrió a sus ahorros y dio al borracho una copa de aguardiente por cada “recital”. Entonces comenzó para él una vida aventurera. Aquel hijo de un pastor, luego aprendiz de tendero, náufrago y escribiente, pero ya joven políglota con ocho idiomas, se convirtió pronto en  un  avezado  investigador. En abril de 1870 empezaron sus excavaciones. 

Halló armas, utensilios domésticos, joyas y vasos, testimonio irrefutable de que allí había existido una rica ciudad; pero  no halló  el  auténtico  tesoro  que  había  soñado  en  su  infancia; Y fue hallando tesoros, tesoros, desde el punto de vista científico pero  nada  del  tesoro  de  oro  que  él  había  soñado  en  su  infancia.  Schliemann, como de costumbre, inspeccionaba con su esposa las excavaciones, convencido y  decepcionado de que ya no hallaría nada importante, mas a pesar de todo siguió los trabajos, lleno de atención. Había llegado a unos veintiocho metros de aquellos muros que Schliemann atribuía al palacio de Príamo, cuando su mirada se fijó repentinamente en un punto que animó de tal modo su fantasía que se vio inmediatamente impulsado a obrar como bajo una sensación violenta. Y, ¡quién sabe lo que aquellos obreros hubieran hecho si hubiesen sido los primeros en ver lo que vio Schliemann! Tomó a su mujer del brazo, y le murmuró: -¡Oro! Ella lo miró, asombrada. —¡Pronto! —dijo—, manda a casa a los obreros, inmediatamente. —Pero... —empezó la hermosa griega su  esposa. —Nada de peros; diles lo que te parezca; que es mi cumpleaños, que te has acordado de pronto...lo  que  sea…Los obreros se alejaron…Sí, parecía ¡El tesoro de Príamo! ¡El dorado tesoro de uno de los reyes más poderosos de los tiempos más remotos, un tesoro enterrado durante tres mil años  Schliemann no dudó ni un instante de que había hallado el tesoro. Y Schliemann, el soñador, toma unos zarcillos y un collar y se los pone a su joven esposa. ¡Joyas de tres mil años para aquella mujer griega que no pasa de los veinte! Pag. 31 C.W.Ceram Dioses, Tumbas y Sabios.


Recordaba  estos  días, aquella  imagen  que  ponía  a  mis  alumnos  en  clase  de  filosofía  y  que  simbolizaba  la  imagen  de  la  curiosidad  de  un  niño  asomado  a  una  tapia  para  ver  lo  que  había  al  otro lugar como  la  curiosidad  innata  del  hombre  por  saber  y  cuestionarse. Y  recordaba  también  estos  días (un  siglo  después) que también  mi curiosidad  y  la  de  mis  amigos de OJE  y  scouts  nos  había  llevado orientados  por  nuestro  profesor  don Gregorio,  a  hacer  algunos  hallazgos  arqueológicos  cuando  teníamos  aquella  sana  curiosidad  por  investigar  propia  de  adolescentes.  Un  día,  cuando  dejé  la  casa  paterna,  mi  madre me  “amenazó” con  tirarme  todas  aquellas  piedras  que  tenía  en  mi  estantería , si  no  “las  limpiaba  y  cuidaba  debidamente en  mi habitación”. Ya  era  mayor, dejaba  la  casa  de  mis  padres  para  siempre,  y tras  mirarlas  y  admirarlas  durante más  de  dos  horas  opté  por  ceder “mis  tesoros  de  infancia”  al  museo  arqueológico. Hoy , sin  considerarme  por  supuesto  un  Schlieman , miro  con simpatía  todavía  aquel  viejo  documento  en  donde  desde  aquella  institución  se  me  agradecía  aquel  generoso  donativo casi  adolescente  de  “mis  tesoros”. 





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