Una pastelería en Ceuta
A raíz
de ver no
hace mucho una
deliciosa película japonesa
titulada Una pastelería
en Tokio cuya protagonista
una anciana mujer tenía como
objetivo “endulzar la
vida a las
personas" me acordé de
este bonito relato
del tetuaní Abraham Botbol Hachuel
en su libro El desván de los recuerdos (Cuadros de
una judería marroquí) editado en
Maracaibo por la
biblioteca popular sefardí del Centro de
Estudios Sefardíes de Caracas en
1989.
“Mi abuelo paterno
Abraham Botbol, a
quien los de
su comunidad judía conocían como
“LA ALMITA DEL
DIO” y los
no hebreos le
conocían como “EL SANTITO”.
Ya estos
sobrenombres nos indican
a simple vista,
a qué clase de persona
nos referimos. Cuentan los
que le conocieron, que jamás discutía con
nadie, su casa siempre estaba abierta
para aquellos que
deseaban solicitar algo de
él…Pero sobre todo,
le daba gran importancia a
una serie de valores
espirituales que le
hacían comprender mucho
mejor la razón de
su existencia. Jamás se aferró
a valores materiales
y gozaba enormemente de una reunión
familiar o con hacer
feliz a su esposa
Hanna con la que
se casó
cuando Hanna contaba con
doce años de
edad y Abraham con 16, por
lo que tuvieron que
esperar algunos años
para poder tener
hijos. “El santito” tenía un negocio de
víveres, pero su verdadero oficio fue
uno que eligió
acorde con su manera
de ser, de acuerdo con su deseo de
aportar la felicidad
y el placer
al prójimo…era dulcero o
confeccionista de dulces de
fama en la
ciudad y todos
solicitaban las sabrosas
pastas y bizcochos
por el preparados, para hacer
las tortas de
almendras y bienmesabes
típicos de la
región: “las pastas del
santito”. Igualmente cuando
se avecinaba la
pascua judía de “Pesah” eran muchas
las familias que
encargaban a “LA
ALMITA DEL DIO”, “Los
Paleves” bizcochos típicos de
los tetuaníes que
acompañaban al desayuno de
los días de
“Pesah” y por
las tardes a
la hora del té
con un poco de
vino dulce o simplemente con
un vaso de yerbabuena.
Aunque “LA ALMITA
DEL DIO” había
nacido en Tetuán, desde
muy joven se
marchó a la
vecina ciudad de Ceuta, quizá con el
deseo de abrirse camino en
la vida o
puede que influyó
igualmente el deseo de
colaborar con “la habrá Kadisha” que
se estaba estructurando
en esa población. En Ceuta vivía
a principios del
presente siglo XX una
comunidad judía de aproximadamente doscientas
personas. No obstante todos sus integrantes
se sentían como pertenecientes a
la misma familia. Apellidos como los de
Barchilón, Bentolila, Bentata, Coriat, Benoliel, Hachuel, Benasayag, Botbol,
Alfón y
otros, mas todos
ellos de origen
español, eran familiares.
En los atardeceres
y una vez
que había cerrado
su establecimiento de
comestibles se le
veía disfrutar de
un lindo paseo
por “La Muralla”, especie de boulevard que se
prolongaba a todo lo
largo de la costa
frente al peñón de Gibraltar y
desde donde en los días despejados se
puede divisar esa
Punta meridional que se eleva
majestuosa como un faro de
señalización para dar
entrada a la
antigua Europa.
Cuentan de EL
SANTITO una anécdota
que dice mucho de
su personalidad y
que vale la
pena narrar. Ocurrió durante la
visita oficial que S.
M. el
Rey Alfonso XIII realizara a Ceuta
y que debió
de suceder allá
por los años
veinte. La multitud era
tan grande que toso se
apretujaban por conseguir un
puesto desde donde ver
el cortejo real. EL
SANTITO hombre sencillo
no encontraba razón alguna por
la que él tuviera
que estar en
primera fila, se adosaba tranquilamente a
la pared de su
negocio, mientras se entretenía
en absorber un
poco de rapé, que acababa de
colocar en el
dorso de su dedo pulgar.
Esto ocurría en
el mismo instante en que la
carroza real pasaba
por ese lugar,
y debió ser que
Alfonso XIII, por una de
esas casualidades que depara el destino, se fijó
en mi abuelo, en
aquella persona vestida de
manera diferente a todas
las demás , con aire
bondadoso y que no
se inmutaba ante
la figura del Rey. Este se
apeó del coche, se dirigió
a EL SANTITO y
le solicitó un
poco de rapé.
Contaba mi abuelo, que
la emoción que
sintió en ese
momento fue tan grande, que no sabía
qué hacer, si
ofrecerle el rapé, regalarle “la
gauza”, inclinarse ante
S. M. o hacerle alguna
petición para la
comunidad judía. Lo que
sí
hizo, fue recitar la bendición
que tiene la
obligación de rezar cada judío que se
ve ante la
figura de un rey.
En ese día
y durante el desfile, se acercaron dos de las
jóvenes más bonitas
de la comunidad
judía al cortejo
vestidas con el traje
típico “de Paños” y
frente a la
carroza soltaron dos palomas
blancas, cada una, en solicitud
de una gracia. Los
jóvenes entregaron una carta
a Alfonso XIII
en nombre de la comunidad judía de Ceuta en
la que rogaban
a S. M. que
el gobierno español
concediera una parcela
del terreno a
estos judíos para
que pudieran crear
un cementerio en donde
enterrar a sus
muertos según sus
ritos y costumbres.
Desde aquel día, la
Comunidad Judía de
Ceuta posee a
perpetuidad, por Edicto
Real, un cementerio
judío.
Estas anécdotas, verídicas
ambas, las contaba EL
SANTITO con mucho
orgullo del honor que
le había concedido Dios, al
permitirle que el Rey
de España se
bajara de su carroza
para dirigirle la
palabra a él en
particular. Este fue “LA
ALMITA DEL DIO” O “EL
SANTITO” como quieran
llamarlo. La verdad
es que estos
títulos más que
apodos han pasado de
padres a hijos
y a mi
padre aún se le
conoce entre los
oriundos de Tetuán o Ceuta
por “El Hijo de
la Almita” y
yo soy para
muchos “El nieto de
El Santito”.
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